sábado, 14 de septiembre de 2013

LA RACIONALIDAD DEL CASTIGO




LA RACIONALIDAD DEL CASTIGO



1.  Generalidades del Estado
En el Antiguo Régimen la autoridad del monarca viene explicada por su origen divino y es esta condición es la que legitima la pena. De manera que, en este ambiente hay una profunda conexión entre los conceptos de delito y pecado. Para el autor español Tomás y Valiente:
“La cercanía entre las ideas de delito y pecado existente en las mentes y las obras de teólogos, juristas y legisladores hacía ver en el delincuente  un pecador; la violación de la ley penal justa ofende a Dios en todo caso, según enseñaban los teólogos castellanos del s. XVI. Dado estos supuestos, la pena era principalmente el castigo merecido por el delincuente, y su imposición tenía muchos visos de una «justa venganza»; se aplicaba -como decían los documentos procesales de la época- para aplacar la «vindicta pública»”.[1]
La transgresión de la norma, era considerada,  ante todo una desobediencia y, en consecuencia, un ultraje a la dignidad del soberano. El castigo, en parte, responde a esta ofensa.   Además, la necesidad de disuadir, precisamente en un ambiente en el que la impunidad era frecuente, hará de la ejecución un espectáculo público destinado a horrorizar a quienes lo presencian. La conciencia de lo pasajero de ese momento hará necesario organizar fórmulas que le den una mayor duración. El reo es conducido por la ciudad hacia el patíbulo, deteniéndose en determinados enclaves, donde se explican las razones que han llevado al desgraciado a tal situación. El espacio, que los hombres utilizarán después en su vida cotidiana, queda articulado por una historia que renacerá en su memoria al contacto con aquellos lugares.
         La confesión aquí es fundamental, ya que purifica al reo y hace lícita la pena. Por su mediación los tormentos se convierten en un anticipo del purgatorio y el pecador está empezando a resarcir parte de la deuda que tenía contraída.
Es de todos sabido cómo se removieron estos criterios a partir de los planteamientos de la Ilustración. Autores - entre los que sin duda hay sustanciales diferencias - como Montesquieu, Rousseau o Beccaria, sentaron las bases de un discurso nuevo y, lógicamente, tuvieron que comenzar justificando de un modo radicalmente distinto el derecho a castigar.  Sin restar mérito a pensadores de la estatura de Thomas Hobbes y John Locke, siendo sus principales aportes:
Hobbes:  nace en Inglaterra en 1588-1679)  Hobbes parte de un análisis individualista de la naturaleza humana y de la suposición de un estado de naturaleza original en el que el hombre es enemigo para el hombre: según este filósofo, los seres humanos originariamente vivían en un “estado de naturaleza”, dominados por el apetito natural y por el instinto de autoconservación, vivían, en suma, en una constante “guerra de todos contra todos”.

Pero esta situación se vuelve insostenible y se ve la necesidad de que haya justicia y orden, para lo cual es necesario que haya un poder superior: este poder se establece mediante un “contrato social” por el que los individuos renuncian voluntariamente a muchos de sus derechos transfiriéndolos a una autoridad soberana que ostenta un poder absoluto.

El contrato se muestra así como algo necesario para dar seguridad al ser humano: mediante él se constituye y legitima un poder absoluto, el Estado, que ejerce su dominio sobre los firmantes del pacto.

Finalmente, Hobbes define 19 leyes de naturaleza sin embargo existen dos fundamentales de las cuales se derivan las restantes. La primera de ellas se refiere a que cada hombre debe esforzarse por la paz , mientras que tiene la esperanza de lograrla , y cuando no puede obtenerla, debe buscar y utilizar todas las ayudas y ventajas de la guerra. Es decir buscar la paz y seguirla defendiéndose por todos los medios posibles.
La segunda ley dice que el hombre debe acceder ( si los demás consienten también y mientras se considere necesario para la paz y defensa de sí mismo ) a renunciar este derecho de todas las cosas y a satisfacerse con la misma libertad, frente a los demás con respecto a él mismo. Es como la ley  del  evangelio: " no hagáis a los demás, lo que no queráis que os hagan a vosotros".

John Lucke Nació en Wrington –condado de Somerset, cerca de Bristol-  (1632-1704)

      Lucke rechaza la justificación del poder absoluto. Como él, parte de un “estado de naturaleza” originario en el que cada uno se toma la justicia por su mano, lo cual produce incertidumbre e inestabilidad y de aquí la necesidad de un pacto por el que los hombres renuncian a ser ejecutores por su cuenta de la ley de la naturaleza.

      Así, se pasa del estado de naturaleza al de sociedad civil: mediante un acuerdo que hace que los individuos se unan y constituyan una comunidad social obedeciendo los poderes que gobiernan la sociedad.

      El poder se identifica con el gobierno que es elegido por la mayoría.
                                             

 

Bajo la concepción de que los hombres libres, iguales e independientes por naturaleza, ninguno de ellos puede ser arrancado de esa situación y sometido al poder político de otros sin que medie su propio consentimiento. Este se otorga mediante convenio hecho con otros hombres de juntarse e integrarse en una comunidad destinada a permitirles una vida cómoda, segura y pacífica de unos con otros, en el disfrute tranquilo de sus bienes propios, y una salvaguardia mayor contra cualquiera que no pertenezca a esa comunidad. Una vez que un determinado número de hombres ha consentido en constituir una comunidad o gobierno, quedan desde ese mismo momento conjuntados y forman un solo cuerpo político, dentro del cual la mayoría tiene el derecho de regir y de obligar a todos.  Por consiguiente, debe darse por supuesto que quienes, saliendo del estado de naturaleza, se constituyen en comunidad, entregan todo el poder necesario para las finalidades de esa integración en sociedad a la mayoría de aquella, a no ser que, de una manera expresa, acuerden que deba estar en un número de personas superior al que forma la simple mayoría. Tenemos, pues, que lo que inicia y realmente constituye una sociedad política cualquiera, no es otra cosa que el consentimiento de un número cualquiera de hombres libres capaces de formar mayoría para unirse e integrarse dentro de semejante sociedad. Y eso, y solamente eso, es lo que dio o podría dar principio a un gobierno legítimo.

                        Para quien la causa final, propósito o designio que hace que los hombres –los cuales aman por naturaleza la libertad y el dominio de los demás– se impongan a sí mismos esas restricciones de las que vemos que están rodeados cuando viven en Estados, es el procurar su propia conservación y, consecuentemente, su vida más grata. Es decir, que lo que pretenden es salir de esa insufrible situación de guerra que es el resultado de las pasiones naturales de los hombres cuando no hay poder visible que los mantenga atemorizados y que, con la amenaza de castigo, les obligue a cumplir los convenios y a observar las leyes de la naturaleza. Porque leyes de la naturaleza como la justicia, la equidad, la modestia, la misericordia, y, en suma, el hacer con los demás lo que quisiéramos que se hiciese con nosotros, son en sí mismas, y cuando no hay terror a algún poder que obligue a observarlas, contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales nos inclinan a la parcialidad, el orgullo, a la venganza y demás. [...] El único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos contra la invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte que por su propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse así mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad. Esto equivale a decir: elegir un hombre o una asamblea de hombres que represente su personalidad, que cada uno considere como propio y se reconozca a sí mismo como autor de cualquier cosa que haga o promueva quien representa su persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz y a la seguridad comunes; que, además, sometan sus voluntades cada uno a la voluntad de aquél, y sus juicios a su juicio. Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real de todos ellos en una y la misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás, en forma tal como si cada uno dijera a todos: autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mi derecho de gobernarme a mí mismo, con la condición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho y autorizaréis todos sus actos de la misma manera. Hecho esto, la multitud así unida en una persona se denomina Estado, en latín Civitas. Esta es la generación de aquel gran Leviatán, o más bien (hablando con más reverencia) de aquel dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa, porque en virtud de esta autoridad que se confiere por cada hombre particular el Estado posee y utiliza tanto poder y fortaleza que por el terror que inspira es capaz de conformar las voluntades de todos ellos para la paz en su propio país, y para la mutua ayuda contra sus enemigos, en el extranjero. Y en ello consiste la esencia del Estado, que podemos definir así: una persona de cuyos actos una gran multitud, por pactos mutuos realizados entre sí, ha sido instituida por cada uno como autor, al objeto de que pueda utilizar la fortaleza y medios de todos como lo juzgue oportuno para asegurar la paz y defensa común. El titular de esta persona se denomina soberano, y se dice que tiene poder soberano; cada uno de los que lo rodean es súbdito suyo.

Rousseau  (Ginebra, 28 de junio 1712-1778) parte de la idea de que hay un claro contraste entre el hombre actual, producto de la sociedad civilizada, y el hombre primitivo que vivía en estado natural:

El hombre primitivo era bondadoso y llevaba una vida pacífica, libre y solitaria, pero las dificultades de subsistencia le llevaron a reunirse en sociedad, y es de la sociedad de donde han surgido todos los males que padecemos actualmente.

Los motivos principales de esta corrupción son, según Rousseau, la instauración de la propiedad privada y la transformación del poder legítimo en poder arbitrario.


Ante esta situación, propone la constitución de un nuevo modelo social que recoja los aspectos positivos del estado primitivo.

Rousseau consagra al estudio de la nueva sociedad su obra El contrato social (1762), uno de los pilares sobre los que se asienta la democracia moderna:

Esta sociedad renovada se funda en un pacto social por medio del cual los ciudadanos renuncian a todos sus derechos en favor de la comunidad. Esta comunidad es representada por la “voluntad general”, la cual quiere el interés de todos y, por ello, cuando la obedecemos nuestra libertad no sufre ninguna merma porque en realidad estamos obedeciéndonos a nosotros mismos.

El Estado proporciona a los individuos una libertad superior a la que disfrutaban en el estado natural: al sustituir el estado de naturaleza por el estado civil, el hombre cambia el instinto por la justicia y la moralidad, esto es, por un comportamiento racional que fundamenta una concepción superior de la libertad.

Los gobiernos, representantes de la voluntad general, tienden, sin embargo, a degenerar y anteponen su voluntad e intereses a la voluntad e intereses de la comunidad. Pero el verdadero soberano es el pueblo y cuando esto ocurre, el pueblo tiene el derecho de cesarlos: "los gobernantes no son los amos del pueblo, sino sus empleados, y el pueblo puede nombrarlos y destituirles cuando guste".

Los asuntos comunes se resuelven en la asamblea pública, formalmente constituida y en la que cada individuo se expresa libremente: así, para Rousseau, no hay más régimen político legítimo que el democrático, en el que las instituciones políticas fundamentales dependen del consentimiento voluntario de todos los ciudadanos realizado en condiciones ideales de libertad e igualdad.

 

“Solo hay una ley que por su naturaleza exige un consentimiento unánime. Es el pacto social: porque la asociación civil es el acto más voluntario del mundo; habiendo nacido todo hombre libre y dueño de si mismo, nadie puede, bajo el pretexto que sea, someterle sin su consentimiento. Decidir que el hijo de un esclavo nace esclavo es decidir que no nace hombre.

Por lo tanto, si durante el pacto social se encuentran oponentes, su oposición no invalida el contrato, sólo impide que estén comprendidos en él; son extranjeros entre los ciudadanos. Cuando el Estado se halla instituido, el consentimiento está en la residencia, habitar el territorio es someterse a la soberanía.

      Fuera de este contrato primitivo, el voto del mayor número obliga siempre a los demás: es una secuela del contrato mismo. Pero preguntan cómo puede un hombre ser libre, y estar forzado a conformarse con voluntades que no son las suyas.

                        Yo respondo que la cuestión está mal planteada. El ciudadano consiente en todas las leyes, incluso en las que lo castigan cuando puede violar alguna. La voluntad constante de todos los miembros del Estado es la voluntad general; por ella es por lo que los ciudadanos son libres. Cuando se propone una ley en la asamblea del pueblo, lo que se les pide no es precisamente si aprueban la proposición o si la rechazan, sino si es conforme o no con la voluntad general que es la suya; al dar su sufragio, cada uno dice su opinión sobre ello, y del cálculo de los votos se saca la declaración de la voluntad general.

Pero esta situación se vuelve insostenible y se ve la necesidad de que haya justicia y orden, para lo cual es necesario que haya un poder superior: este poder se establece mediante un “contrato social” por el que los individuos renuncian voluntariamente a ciertos derechos.
            A grandes rasgos, podríamos afirmar que la colectividad se sustenta sobre una relación contractual. Cada uno pierde una parte de su libertad para hacer posible la convivencia con los otros, necesaria, además, para la propia supervivencia.  Son notables las diferencias sobre este particular entre Montesquieu o Rousseau, pero ello no nos interesa en este momento.
El derecho a castigar se fundamenta, por tanto, en ese mismo contrato, ya que es un instrumento imprescindible para su mantenimiento, y se justifica, precisamente, por la parte de libertad que cada uno ha cedido. Montesquieu es muy claro a este respecto:
«Lo que hace lícita la muerte de un criminal es que la ley que lo castiga se ha hecho en favor suyo. Un asesino, por ejemplo, ha disfrutado de la ley que ahora le condena, pues le ha conservado la vida a cada instante, y por eso no puede reclamar contra ella.»[2]
El reo no sólo debe doblegarse humildemente, sino estar agradecido a la mano que le ejecuta. La pena es condición indispensable para poder organizar la asociación de individuos, que a su vez configurarán el estado. La dialéctica entre hombre y comunidad se está colocando en el centro del discurso penitenciario.           
Lógicamente, en este marco de cambios profundos, el castigo debe modificar sus concreciones y asumir nuevas tareas. Intentaré resumir algunos de sus rasgos más significativos.
Ahora es posible comenzar a hablar de proporcionalidad entre delito y pena, planteada de manera que disuada de las faltas más graves. Podrá tacharse de inhumana o abusiva aquella que vulnere este principio. El espíritu de moderación debe presidir, según Montesquieu, toda la actividad del legislador. Pero no basta con esto, estamos ante la constitución de una sociedad que hará de la eficacia uno de sus más estimados valores. La suavidad será útil siempre que vaya acompañada de otra propiedad: la inexorabilidad. Veamos cómo lo presenta Beccaria:
“Uno de los mayores frenos de los delitos no es la crueldad, de las penas, sino su infalibilidad (...). La certeza de un castigo, aunque sea moderado, hará siempre mayor impresión que el temor de otro más terrible, pero unido a la esperanza de la impunidad.” (5)
La impersonalización del derecho a castigar es otra de las características inexcusables para lograr un aparato funcional. Sigamos las palabras de Montesquieu:
“El poder judicial no debe darse a un Senado permanente, sino que lo deben ejercer personas del pueblo, nombradas en ciertas épocas del año de la manera prescrita por la ley, para formar un tribunal que sólo dura el tiempo que la necesidad lo requiera. De esta manera, el poder de juzgar, tan terrible para los hombres, se hace invisible y nulo al no estar ligado a determinado estado o profesión. Como los jueces no están permanentemente a la vista, se teme a la magistratura, pero no a los magistrados.” (6)
Así concebido ese poder parece disolverse, casi se torna invisible. Pero, precisamente por ello, es más eficaz. Cada individuo se erige en juez potencial y vigilante de los actos de sus iguales. Sin duda, la incorporación de estos criterios a la organización del espacio carcelario fue decisiva.
Por último, habría que señalar la incorporación del tiempo al discurso penitenciario. Beccaria explicó con claridad su importancia:
«No es la intensidad de la pena la que hace mayor efecto sobre el ánimo humano, sino su duración (...). No es el terrible pero pasajero espectáculo de la muerte de un criminal, sino el largo y penoso ejemplo de un hombre privado de libertad, que convertido en bestia de servicio recompensa con sus fatigas a la sociedad que ha ofendido, lo que constituye el freno más fuerte contra los delitos.”[3] 
Lógicamente, la confesión casi queda desterrada de la práctica procesal, para ser sustituida por la prueba. Se está construyendo un instrumento eficaz y por tanto se pretende que esté dotado de un alto grado de coherencia interna entre sus componentes. Pero, como tendremos ocasión de comprobar, esta coherencia será un proyecto inicial, continuamente reconsiderado y reformulado en función de las circunstancias. Serán las propias relaciones sociales las que irán modificando lo que por ellas se entiende, y diseñando los proyectos capaces de responder a una realidad que cambia muy rápidamente.
Estas propiedades, repasadas tan escuetamente, obedecen a una concepción de la pena radicalmente distinta de la que le precedía, y que justifica su propia existencia en base a argumentos diferentes. El castigo de nuevo cuño que se está configurando sirve para mantener unida a la colectividad, es la coherción genéricamente aceptada para que exista la comunidad, condición indispensable para la supervivencia de cada uno.
Desde esta óptica, la dialéctica entre individuo y sociedad se convierte en el punto central, en la pieza que da sentido a todo el discurso penitenciario, que sería innecesario en una humanidad formada por personas aisladas, no relacionadas entre sí. Esta unión, más o menos voluntaria según los autores, es la que legitima al mismo tiempo el derecho a castigar y la constitución de un instrumento superestructural que podemos denominar estado. Pero a finales del siglo XVIII y principios del XIX todavía se está debatiendo cuáles son las características de este aparato, así como las funciones que debe desempeñar. En otras palabras, hay que precisar sus atribuciones y los límites de su acción. Hasta dónde puede llegar y dónde debe detenerse.
Obviamente, esta reflexión - que con frecuencia se ha estudiado como estrictamente política y deslindada de sus implicaciones en otros sectores de la actividad humana - será decisiva en el momento de acotar el ámbito del derecho. De qué debe ocuparse y de qué debe inhibirse.
Tales planteamientos, en gran parte, dan forma al pensamiento penal y, quizás con mayor claridad, a las prácticas penales en particular y jurídicas en general. Será, por tanto, imprescindible avanzar en esta dirección para poder comprender la relación entre todas ellas, así como las labores encomendadas a la legislación en la organización y articulación de la colectividad.
 
2.-   Las funciones del Estado.
La propia naturaleza de semejante debate resultaba confusa a finales del setecientos, discurriendo con frecuencia por derroteros que no le llevaban al auténtico quid de la cuestión. De todos modos, algunos autores intentaron ya entonces precisar cuáles eran los problemas centrales. Uno de ellos fue Wilhelm von Humboldt, que lo presentaba en los siguientes términos:
“Casi todos lo que han intervenido en las reformas de los Estados o han propuesto reformas políticas se han ocupado exclusivamente de la distinta intervención que a la nación o a algunas de sus partes corresponde en el gobierno, del modo como deben dividirse las diversas ramas de la administración del Estado y de las providencias necesarias para evitar que una parte invada los derechos de la otra. Y, sin embargo, a la vista de todo Estado nuevo a mí me parece que debieran tenerse presentes siempre dos puntos, ninguno de los cuales puede pasarse por alto, a mi juicio, sin grave quebranto: uno es el de determinar la parte de la nación llamada a mandar y la llamada a obedecer, así como todo lo que forma parte de la verdadera organización del gobierno; otro, el determinar los objetivos a que el gobierno, una vez instituido, debe extender, y al mismo tiempo circunscribir, sus actividades.” [4]
En un momento tan decisivo como las postrimerías del siglo XVIII para el diseño del estado que la burguesía necesitaba confeccionar, aparecen diversas líneas de pensamiento que, a su vez, repercutirán en enfoques distintos de lo penal. A continuación intentaré esquematizarlas, a sabiendas de estar simplificando, puesto que la cuestión es compleja y plena de matices que no podré reflejar en estas páginas, en las que me limitaré a señalar los caminos más generales de la reflexión.
Si bien es cierto que en el principio de la pasada centuria se había difundido por Europa la idea de un Estado poco intervencionista, y la fórmula de laissez faire - laissez passer era la bandera de amplias capas de la burguesía, también habría que reconocer sustanciales divergencias dentro de este marco tan amplio.
En Francia, a través de la Ilustración, se pensaba en un estado que debía ocuparse del bienestar de sus ciudadanos. Quizás el período napoleónico, y las medidas de centralización y organización arbitradas, podrían ser su más claro exponente. Desde esta óptica era posible recoger toda la «ciencia de policía» generada hasta el momento e izarla hasta sus más altas cotas, cabía desplegar una política de intervención y prevención de delitos y divergencias. Además, no es trivial que esto sucediese ahí y entonces. Pensemos que estamos en la patria de la máxima del laissez faire -aunque quizás no de su aplicación- y en la de un código civil que se convertirá en modélico para todo el continente. Esta manera de concebir la acción del estado la podemos rastrear desde los tiempos del despotismo ilustrado, pero también es asumida por los reformadores. Pensemos que Beccaria, en la presentación de su libro, se dirige a los «directores de la pública felicidad». A la par, se está consolidando un pensamiento que hace hincapié en la contención y en la no intervención. Intentando ejemplificarlo podríamos referirnos a Inglaterra y a Adam Smith. De todos modos, esta concepción puede elevarse sobre pilares diferentes, lo que matizará considerablemente su contenido. Arriesgándonos a simplificar en aras de la claridad, podríamos hablar de dos principios distintos: el de utilidad y el de necesidad. Smith explica muy claramente el primero de ellos:
Ninguna cualidad espiritual (...) es aprobada como virtuosa sino aquellas que son útiles o placenteras, ya sea para la persona misma, ya para los otros, y ninguna cualidad da lugar a ser reprobada por viciosa, sino aquellas de contraria tendencia. Y, en verdad, al parecer la Naturaleza ha ajustado tan felizmente nuestros sentimientos de aprobación y reprobación a la conveniencia tanto del individuo como de la sociedad, que, previo el más riguroso examen, se descubrirá, creo yo, que se trata de una regla universal.”
Pero probablemente el máximo exponente de la concepción utilitarista es Jeremy Bentham, de especial interés para nosotros dada su repercusión en el discurso penal de su tiempo. Veamos cómo fórmula este principio básico:
“La naturaleza ha puesto al hombre bajo el imperio del placer y del dolor; a ellos debemos todas nuestras ideas; de ellos nos vienen todos nuestros juicios y todas las determinaciones de nuestra vida (...). El principio de utilidad lo subordina todo a estos dos móviles. Lo conforme a la utilidad o al interés de un individuo es lo que es propio para aumentar la suma total de su bienestar, lo conforme a la utilidad o al interés de una colectividad, es propio para aumentar la suma total del bienestar de los individuos que la componen.” [5]
Veremos más adelante las consecuencias de tales planteamientos.
Por otra parte, podríamos ejemplificar el principio de necesidad en Wilhelm von Humboldt. Para él lo fundamental es el desarrollo de la fuerza y capacidades del individuo, lo que sólo es posible en un ambiente de la máxima libertad. Toda ingerencia del estado intentando propiciar bienestar no tendrá, a lo mejor, más que repercusiones negativas, y un nefasto crecimiento de la homogeneidad. Su acción debe limitarse a lograr la seguridad de los ciudadanos, condición indispensable para ese desarrollo armónico, y objetivo inalcanzable para los sujetos particulares. Sigamos su reflexión:
«El fin del Estado puede, en efecto, ser doble: puede proponerse fomentar la felicidad o simplemente evitar el mal, el cual puede ser, a su vez, el mal de la naturaleza o el de los hombres. Si se limita al segundo fin, busca solamente la seguridad, y permítaseme oponer este fin a todos los demás fines posibles que se agrupan bajo el nombre de bienestar positivo.» [6]  Y esto es, precisamente, lo que los Estados se proponen. Quieren el bienestar y la tranquilidad. Y consiguen ambos en la medida en que los hombres luchen menos entre sí. Pero a lo que el hombre aspira, y tiene necesariamente que aspirar, es a algo muy distinto: es a la variedad y a la actividad. Sólo estas dan personalidades amplias y enérgicas; y seguro que ningún hombre ha caído tan bajo como para preferir para sí mismo la felicidad a la grandeza.
            Resulta casi paradójico este optimismo respecto a la condición humana, unido a afirmaciones tan próximas al romanticismo que se avecinaba. Antes de continuar convendría hacer dos consideraciones. Sin duda, de planteamientos de este tipo dimanarán conclusiones, netamente diferenciadas del resto, respecto a cuestiones tan importantes como el control social, las medidas de policía, o la prevención del delito. Por otra parte, una restricción tan drástica de la acción del estado dejaría al individuo relativamente inerme, a no ser que venga complementada con una defensa del asociacionismo. Aquí empiezan a divergir claramente los discursos de Humboldt o Adam Smith. Mientras para el primero la agrupación voluntaria es indispensable, para el segundo es una mediación que coarta la libertad individual. Es evidente que la experiencia de cada uno está condicionando su reflexión. Mientras uno entrevé los riesgos del corporativismo del proletariado el otro apenas vislumbra tal problema.
A pesar del parentesco de las formulaciones finales, nos encontramos frente a dos concepciones diferenciadas de la sociedad, y Humboldt es consciente de ello:
            El Estado debe ajustar siempre su actividad al imperativo de la necesidad. En efecto, la teoría sólo le permite velar por la seguridad porque la consecución de este fin escapa a las posibilidades del hombre individual, es decir, porque sólo ahí es necesaria su atención. Todas las ideas expuestas a lo largo del presente estudio van, pues, encaminadas al principio de necesidad. El principio de la utilidad que podría contraponérsele, no permite un enjuiciamiento puro y exacto. Velar por lo útil, finalmente, conduce, la mayor parte de las veces, a medidas positivas, mientras que velar por lo necesario conduce en la mayoría de los casos a medidas negativas. Finalmente, el único medio inequívoco para infundir poder y prestigio a las leyes es el hacerlas descansar exclusivamente sobre este principio.» [7]
            Parece innegable que las divergencias de planteamientos, que responden a realidades y experiencias distintas, son importantes y, como veremos, tendrán sus plasmaciones. Al mismo tiempo, es preciso reconocer que todos ellos, desde los que defendían la necesidad de la intervención, hasta aquellos que la rechazaban desde diversas posiciones, tendrán durante un tiempo un denominador común: la creencia en una armonía de intereses particulares, como ley que dirige al conjunto hacia el mayor bien posible. En algunos casos se presentará como una especie de concordancia natural e inherente al ser humano. En otros como «mano invisible» que ajusta en los puntos óptimos. Pero la idea que entonces subyacía era la de que la nueva sociedad era la mejor entre las factibles y que, obedeciendo leyes que cabía estudiar y describir de modo científico, tendía inexorablemente hacia el equilibrio, lo que no era incompatible con la miseria de una parte importante de los ciudadanos. Todo esto, lógicamente, estaba íntimamente unido con la reflexión que se ocupaba del castigo legal, así como con la transferencia de determinadas condiciones al conjunto del cuerpo social.
 
3.-   La práctica penal.
Ya había manifestado, páginas atrás, la convicción de que existía una profunda conexión entre el discurso general, dedicado a la soberanía y su ejercicio, y aquel más particular centrado en el castigo legal. Vimos como la legitimación del poder había influido en la propia justificación de la pena, que debía proporcionarse al delito y ser lo más suave posible sin perder eficacia. Sin duda, ello representaba un avance respecto a la crueldad del sistema precedente, pero, al mismo tiempo, estamos frente a un importante cambio de estrategia. Foucault lo explica con claridad:
«La atenuación de la severidad penal en el transcurso de los últimos siglos es un fenómeno muy conocido de los historiadores del derecho. Pero durante mucho tiempo se ha tomado de una manera global como un fenómeno cuantitativo: menos crueldad, menos sufrimiento, más benignidad, más respeto, más «humanidad». De hecho estas modificaciones van acompañadas de un desplazamiento en el objeto mismo de la operación punitiva. ¿Disminución de la intensidad? Quizás. Cambio de objetivo indudablemente.». [8]
            Las tareas del castigo, en relación con la colectividad, están cambiando. Ya no basta con el espectáculo que aterroriza, es preciso saber usar el tiempo, poder mostrar al reo y, en la medida de lo posible, devolverlo a la sociedad transformado en un individuo distinto, sumiso y disciplinado: ejemplo vivo de la eficacia del sistema.
Ahora es el penado, su cuerpo, así como todas sus capacidades, quien está en el centro del sistema punitivo. Para actuar con corrección es necesario estudiar al sujeto sobre el que se ha de intervenir, conocerlo, erigir, en fin, un saber que se ocupe de todo ello. Foucault ha descrito reiteradamente la génesis de esta preocupación ya desde finales del setecientos. Para poder asumir tales objetivos es preciso crear determinadas condiciones penales que lo hagan posible. Es de todos sabido cómo el encierro se convertirá en el castigo por excelencia, partiendo - como afirma Foucault (15) - de prácticas bastante poco relacionadas inicialmente con las estrictamente jurídicas.
En ese lugar cabrá la posibilidad de empezar a desarrollar semejante conocimiento, y la vigilancia será pieza clave en su construcción. Vigilancia, por otra parte, que se caracterizará a partir de los principios que se habían ido esbozando en la definición del nuevo poder que se estaba gestando. Inexorabilidad, impersonalización, omnipresencia o invisibilidad son atributos ideales de esa minuciosa supervisión y, al tiempo, son condiciones inexcusables para un ejercicio eficaz del poder, y como tales habían sido cuidadosamente registradas por los pensadores de la Ilustración.
Para lograr estos requisitos será preciso ir creando espacios cada vez más especializados que lo hagan posible y que, además, en la medida en que se van adecuando a las funciones que deben realizar se vuelven cada vez más elocuentes.  El panóptico de Bentham será una de sus expresiones más depurada.
En España esta tendencia resulta bastante evidente - a lo largo de todo el ochocientos - tras un somero estudio de las leyes y ordenanzas que intentan organizar los establecimientos penitenciarios. Desde la originaria Real Ordenanza para el gobierno de presidios y arsenales de la Marina, de 20 de Marzo de 1804, hasta el Programa para la construcción de cárceles de partido de 1877, pasando por la Ordenanza General de Presidios del Reino de 1834, o el Programa para la construcción de cárceles de provincia de 1860. En todas ellas se advierte una preocupación por ordenar y hacer posible el control, recurriendo, al principio, a la clasificación y a la multiplicación de vigilantes. Posteriormente se avanzará mejorando los sistemas de agrupación, para aproximarse al máximo a los modelos de individualización, en los que, además, es posible restringir el número de guardianes, mejorando su calidad.
A idénticas conclusiones llegaríamos si estudiásemos los edificios que se emplean como prisiones: muchos antiguos conventos y cuarteles apenas reconvertidos, y unos pocos concebidos originariamente como encierros. En ellos se puede apreciar una progresión del mismo carácter que la señalada en las ordenanzas y proyectos referidos.
Ahora bien, una vez que el individuo ha sido instalado en el centro de la reflexión, este saber crecerá sin parar a lo largo de todo el siglo. Pero, a la par, la sociedad se está transformando profundamente. El capitalismo no es ese sistema que necesariamente tiende a la armonía y se ajusta en el punto óptimo. Por el contrario, está expoliando de forma violenta una parte importante del mundo, al tiempo que genera pobreza y marginación en sus suburbios. El proletariado, cada vez más potente, se está convirtiendo en un enemigo peligroso. La relación de los indigentes con la riqueza está cambiando sustancialmente. Sigamos las palabras de Foucault en torno al tema:
«La riqueza de los siglos XVI y XVII se componía esencialmente de fortuna o tierras (...). En el siglo XVIII aparece una forma de riqueza que se invierte en un nuevo tipo de materialidad que no es ya monetaria: mercancías, stocks, máquinas, oficinas, materias primas, mercancías en tránsito y expedición (...). Ahora bien, estas fortunas compuestas de stocks, materias primas, objetos importados, máquinas, oficinas, están directamente expuestas a la depredación. Los sectores pobres de la población, gentes sin trabajo, tienen ahora una especie de contacto directo, físico, con la riqueza (...). Esta es la primera razón, mucho más fuerte en Inglaterra que en Francia, de la aparición de una necesidad absoluta de ese control.» [9](17)
El saber que se está construyendo en lo penal será rápidamente demandado para intervenir en la sociedad, para prevenir y organizar un control lo más eficaz posible. A ello nos dedicaremos en el próximo epígrafe. Pero retomemos el hilo de nuestra argumentación. La redefinición del discurso penal ha llevado a un tratamiento cada vez más individualizado del reo, tendente a modificar sus actitudes y su voluntad. La vigilancia, así como el espacio que la hace posible, y al tiempo la caracteriza, será uno de los instrumentos inexcusables para lograrlo. La necesidad, tanto punitiva como social, obliga a discurrir por este camino, pero en la medida en que se hace se va profundizando la contradicción con aquellos principios sobre los que inicialmente se había asentado esta práctica. A tal respecto nos dice Foucault:
«La vigilancia tiende cada vez más a individualizar al autor del acto, dejando de lado la naturaleza jurídica o la calificación penal del acto en sí mismo. Por consiguiente el panoptismo se opone a la teoría legalista que se había formado en los años precedentes.» (18)
En otro lugar afirma:
«Toda la penalidad del siglo XIX pasa a ser un control, no tanto sobre si lo que hacen los individuos está de acuerdo o no con la ley sino más bien al nivel de lo que pueden hacer, son capaces de hacer, están dispuestos a hacer o están a punto de hacer. Así, la gran noción de la criminalidad y la penalidad de finales del siglo XIX fue el escandaloso concepto, en términos de teoría penal, de peligrosidad.» (19)
La evolución de la penalidad contradice parte de los principios sobre los que se elevó. Al tiempo, tales criterios se dirigen cada vez menos hacia aquellos que han contravenido la norma, para ir traspasando todo el tejido social.
Las necesidades, generadas por la transformación de la colectividad, están imponiendo soluciones capaces de mantener el orden establecido al precio de crear un sistema cargado de paradojas.

4.-  Sistema penal y sociedad  
La Revolución Francesa supuso la conquista del poder político por parte de la burguesía, y es a partir de ese momento cuando comienza la tarea de su confirmación. Semejante empeño había de contar con un discurso legitimador asentado en sus propios presupuestos, la Ilustración hubo de involucrarse[10]. Finalmente, La Reforma, en cuanto acontecimiento clave de la subjetivización, había de producir frutos más allá de la religión, al emparentarse en su despliegue con la economía, la mimesis ascetismo y ganancia sentaba las bases de la economía capitalista. De este cúmulo de circunstancias concomitantes surge la democracia moderna, y el capitalismo, bases de lo que Weber llama racionalismo occidental.

En todas estas construcciones, los distintos grupos sociales jugaron su papel, pero fue la sociedad civil la llamada a liderar esos cambios y a reconstruir a partir de ellos el vínculo social roto. Lo que quiero destacar es que en esos procesos reconstructivos ningún grupo social tuvo un rol tan protagónico como la burguesía, porque las instancias de poder significativas serán instauradas con la voz de sus intereses, lo cual no significa que el resto haya estado silenciado, o que nada quede de sus argumentos, aunque, y esa es la cuestión, siempre sublimados.

Ahora bien, entender la modernidad en estrecha relación con la sociedad civil puede llevarnos a ciertas confusiones de las que hemos de prevenirnos. La expresión modernidad es utilizada primero en una acepción temporal, época moderna[11], antes que como concreción de un discurso filosófico. Sin embargo, más que analizar la relación de la burguesía con el fortalecimiento y consagración de ese discurso, lo que intento aquí es una cosa bien diferente, a saber poner de relieve cómo la burguesía, en ese contexto moderno, consolida su poder y cómo, para ello, se sirve del sistema penal. Lo que no puede perderse de vista es que en la construcción de la modernidad la burguesía asume un papel que ya he puesto de manifiesto, y que en ese mismo contexto pugnará por cristalizar su dominio social, lo cual conseguirá, precisamente por lo anterior, sin poner en tela de juicio las conquistas modernas, excepto en cuanto desfavorezca sus intereses, lo que originará una tensión incuestionable entre los ideales ilustrados y dichos intereses burgueses. Uno de los  resultados más dramáticos de aquella tensión lo constituirá la racionalidad codificadora victoriosa, que es entronizada por la industria[12] y por el Estado burgués, en estrategias controladoras, de dominación.

En esta contextualización, el sistema penal no será sino un mecanismo más para la degradación y la alienación del individuo, especialmente los contrarios a los intereses sociales, representados por la sociedad civil. La coacción estatal reafirmará al Estado como instancia de poder, el castigo se convertirá en su constatación. El despliegue del control político burgués tendrá como piedra de toque al castigo instrumental, pero coordinándolo siempre con sus propios intereses. Luego, la reformulación de los tormentos vendrá de la mano no ya del racionalismo ilustrado, ni menos aún de los castigados sino, antes, del cálculo. La aniquilación de los sujetos será desdeñable antes que por la deshumanización que entraña, por un ajuste de cuentas del poder económico con el político. Esta coordinación, iluminismo - burguesía, encontrará voz legitimadora para esos cambios en los discursos de las sanciones penales.

 En suma, el sistema penal se reconstruye como una confabulación de la Ilustración, uno de cuyos paradigmas será la llamada ciencia penal, enmascarada por los intereses calculadores de la sociedad burguesa. Otto Kirchheimer y Georg Rusche pusieron de manifiesto, en Pena y Estructura Social, la relación entre el sistema penal y el modo de producción capitalista, cómo se emparentan la teoría penal y la sociedad industrial; cómo, a partir de la racionalidad y de la dinámica intrínseca del capitalismo, se implementarán primero y abandonarán después las deportaciones; cómo, finalmente, se llega a la pena de prisión, dejando en el camino el aislamiento celular, y arribando al encierro de nuestros días que, paralelamente, complementa el sistema punitivo con la profundización de las penas pecuniarias11.

Toda la filosofía del derecho penal, desde Beccaria o Feuerbach en adelante, tiene como trasfondo muy importante el resquebrajamiento de la convivencia como amenaza, cuestión que legitima la creación intelectual de mecanismos para su reconstrucción, al menos en Centroeuropa.  De esta manera, decía, aunque una consideración del delito como una violación del derecho (Carrara), constituyó una formulación normativa más rigurosa que la reducción a peligro o amenaza del orden, no dejó por eso de ser similar a lo que se ha venido exponiendo, ya que el derecho igualmente será la plasmación de un orden, y su vulneración un ataque a ese mismo orden. La precisión que entrañaba este mayor rigor teórico ha de ser acotada. Hacía hincapié antes en el delito que en el delincuente, formulación que contiene claros visos kantianos. No obstante, el delito sigue constituyendo un peligro social y por lo tanto la reacción, la pena, es defensa social de los peligrosos. Esta sistematización teórica del delito, reitero, no altera el análisis precedente, porque la escuela clásica del derecho penal, de la que es representante Carrara, se sigue moviendo en términos de reacción ante una transgresión al orden. El matiz que ha de señalarse respecto a los positivistas pasa por la distinta consideración de los sujetos, pese siempre a la concomitancia última.  Para la filosofía clásica del derecho penal éstos son libres, capaces de comprender el delito, y por lo tanto responsables de sus actos; mientras que para los positivistas, el estudio de los agentes delictivos les lleva a plantear, atendido los análisis de las causas del crimen, sus circunstancias, y quienes los cometen, un causalismo criminológico, que habría de conducir a un determinismo psicobiológico del individuo (Lombroso). De esta manera, los positivistas ponen el acento en los autores del delito antes que en el delito mismo, y la criminalidad se vuelve objeto de estudio del anómalo. Las repercusiones de esos distintos acentos se dejarán sentir en la dogmática penal, pese a ser ambas tributarias de la ideología de la defensa social, especialmente en la fundamentación de la culpabilidad[14], y con particularidades en la intelección de la imputabilidad. Sobre esta última volveré más adelante.  Este acercamiento de la criminología y el causalismo al delito, emprendido por el positivismo, en el que me concentro en esta parte debido a las proyecciones que tendrá allende la dogmática penal, a diferencia de la escuela clásica, metodológicamente objetualiza no sólo las causas del delito sino, con ello, a los sujetos mismos. De esta forma, en la criminología, y en las proyecciones de ésta al sistema penal en su conjunto, se hornean las mismas aporías de la teoría del conocimiento que se aferraba al método de las ciencias de la naturaleza, ahondando con la separación del sujeto y el objeto la ilusión de una invariabilidad. El sujeto se erigía en abstracción, ajeno a toda experiencia y realidad. Esta abstracción del Hombre, fijadora e invariante, mete de contrabando la cosificación de las relaciones sociales, ya que al considerarlas se soslaya su articulación dialéctica. La posición cognoscente del sujeto es un cautiverio en el estudio del mismo sujeto como objeto, porque el análisis etiológico no es considerado relacionalmente, siendo esa relación ocultada, y por eso la criminología positivista nunca se ha sacudido el hermético modelo que la mantuvo atrapada por una ilusión fenomenológica, que es la misma a la que se mantiene aferrado el positivismo en su conjunto. Si esto se pone en relación con la concreta miopía criminológico- positivista, entonces se comprende fácilmente la aparición y consagración de la defensa social como ideología, pues los otros, distanciados, serán el objeto de análisis, encubriéndose la interacción social existente en el fenómeno delictivo, y que años más tarde será puesta de manifiesto por Durkheim. El nuevo orden, el orden de la sociedad civil, producirá, simultáneamente a su implantación, esta ideología de la defensa social, articulándola como pieza clave del sistema penal que se creaba.  Tanto la escuela clásica del derecho penal como la positivista se aliarán con esta ideología, en la medida que ella legitima al sistema penal burgués desde las premisas contractualistas, luego la defensa social es canalizada ideológicamente no ya sólo por su reafirmación política del orden vigente (defensa de la sociedad), sino también por su articulación dogmática en términos de teoría del conocimiento (vgr. el positivismo criminológico en la dogmática penal). Así entonces, la conexión de la criminología con el derecho penal vendrá dada por la fundamentación subjetiva de la pena en relación al hecho, por la culpabilidad, en términos de reprochabilidad (clásicos), pues será ella la instancia del sujeto responsable ante su hecho (injusto), o bien, si la subjetivización no es suficiente desde el absoluto social, por la significación social de peligrosidad (positivistas). En ambos casos, criminología y derecho penal tenían, como idea regulativa del sistema penal, a la defensa social que éste suponía frente al delito y los sujetos peligrosos.  La construcción teórica de la criminología y de la dogmática penal consolidarán de este modo mecanismos de control legitimados por la hermenéutica jurídica y la política de poder de entonces. Esto permitirá llevar a término una sistematización teórica del encierro de los disidentes del contrato, que operará como defensa social sin contrapeso. Tal esfuerzo, junto con articular una lógica interna del sistema penal, y legitimar el control, dejaba indemne, en consecuencia, al orden de la sociedad civil, promotor de dicho esfuerzo. En las sombras de semejante entramado arquitectónico habita un claro interés controlador por el sometimiento al poder burgués de todos los disonantes; el nuevo orden desarrolla con ese propósito una racionalidad de dominio, tanto en las esferas de la economía como de la política, y la criminología, el derecho penal, así como en general el sistema penal en su conjunto, no escapan a ese diagnóstico. Hay que recluir, disciplinar, controlar a los peligrosos, la tarea demanda una justificación no sólo política, sino técnico – jurídica.

La culpabilidad entonces es iluminada en el positivismo por el concepto de peligrosidad, de modo que la culpabilidad por el hecho es prevención pura del peligro, antes que responsabilidad. Luego, si antes los individuos estaban estigmatizados con la carencia de libre albedrío, ahora estarán determinados a esa peligrosidad de la que es necesario prevenirse y prevenir. La intervención, el control penal, de esta forma, ha de ampliarse, porque peligroso no es sólo el que delinque, hay, como digo, que prevenir, intimidando, instancia previa al hecho. La morigeración de esta absolutización vendrá dada por el dualismo pena – medida de seguridad, aunque esta última es articulada con igual lógica: porque el peligro subsiste, no obstante el reproche y la posterior pena, habrá medidas.
De este modo, como reforzamiento, aparecen las medidas de seguridad, junto a las penas. Si el sujeto ya ha consumado el hecho, tipificando su conducta como antijurídica, haciéndose inocua la prevención intimidatoria, es porque, o bien las sanciones no son suficientemente preventivas, o bien porque los individuos carecen de aptitudes motivadoras, y por lo tanto la prevención como motivación racional aparece desgastada, sería ese el caso de los dementes o los menores. Es decir, la falta de entendimiento del nuevo juridizado status quo, es proporcional al estrechamiento que el nuevo orden implementa utilizando el sistema penal. Para quienes no entienden, o no pueden entender por carecer de capacidad para ello, ha de haber un control particular, hay que controlar especializadamente, con un régimen propio. Todo desafío al orden hegemónico ha de ser reducido, porque es in compatible con el afianzamiento del mismo.  Esta nomenclatura jurídica, asentada en el concierto de los intereses burgueses, será embestida a mediados de este siglo, pero incluso entonces la defensa social tendrá fuerza para resistir los embates y reaparecer con un maquillaje más propio de un discurso revisionista.
Pronto los sistemas paralelos, pena y medida, funcionarán coordinados, pero autónomamente. La pena tendrá como presupuesto la culpabilidad del autor, en la medida que ella legitima su reproche; y la medida de seguridad, en cambio, la pura peligrosidad del sujeto. Pero, eso sí, ambas, penas y medidas, articulan este dualismo bajo la supervisión de la peligrosidad como criterio rector. Una culpabilidad disminuida no asegura un menor peligro del sujeto y por eso pueden aparecer, no obstante la aplicación de penas, medidas de seguridad, dándose la paradoja, excepcional si se quiere, de enfrentar los individuos, por un mismo hecho, una doble sanción: pena primero, y medida de seguridad después, vgr. los dementes24.
El poder establecido e institucionalizado está cada vez más legitimado para inmiscuirse en la vida cotidiana de los ciudadanos, y tal actitud está respaldada por todo un proceso de reflexión y actuación que se produce a lo largo del XIX y que, aparentemente, parte de la afirmación y defensa de la individualidad. La idea de que el sistema penal se dirige hacia el potencial contraventor parece difícil de sostener tras este análisis. Reconocer, por último, que las posturas, incluso radicalmente burguesas, que no resultaban funcionales en este proyecto, impuesto por la cambiante realidad, fueron hábilmente arrinconadas.  

5.-  La irracionalidad del control estatal:
         Con relación a este tema, concordamos con la cita realizado por el Dr. Gadea Nieto[15], en razón de la justicia desempeña un papel político, porque el fondo cumple con una “visión” de estado.
            Si bien, la normas como formulas de regulación de conductas son generales, también es cierto es que en la práctica hay brechas amplias en las desigualdades sociales que permiten una ampliación de la desviación.  Tales desigualdades provocan que un pequeño grupo dominante se vea beneficiada por el poco riesgo que existe de entrar en esta ampliación de la desviación.  Todo lo anterior contribuye a crear el fenómeno de anormalidad o desviación del individuo por un lado, por otro detentadores de control o grupo dominante.   
            Siendo el ser humano imperfecto, la desviación está presente en cada uno de los hombres, porque como lo dijera John Luke el ser humano ama su libertad por naturaleza su libertad y el dominio de los demás, sin que ello sea un fenómeno exclusivo de status o clase[16]
            Cuando se produce una inflación de la desviación, es porque la norma se encuentra predeterminada como forma de dominación social sobre las clases marginales de una sociedad, de manera que la clientela judicial y consecuentemente los usuarios del servicio carcelario van a ser de un predominio de determinadas zonas o status social.  
           


Conclusiones
          
            Uno de las principales causas de los amplificadores de desviación es la amplia brecha que existe entre las clases sociales, razón por lo cual la clase dominante utiliza el derecho penal y consecuentemente la pena para someterlos al control social.-
            A principio de estas páginas planteábamos dos cuestiones como centros fundamentales de interés.  Por un lado hemos analizado las relaciones entre la soberanía y el castigo. Hemos visto que la propia justificación del poder delimitará con bastante precisión la legitimación del derecho a castigar, así como su materialidad. Los profundos cambios de finales del XVIII colocaron al individuo en el centro de este discurso, y la relación contractual, en gran medida, fue la fórmula empleada. El nuevo modelo de dominación se configura en base a una serie de atributos, inexorabilidad, impersonalización.






[1] TOMAS Y VALIENTE, F, La tortura en España,  Editorial Arial, Barcelona, 1973, p. 186.
[2] MONTESQUIEU: De l'esprit des lois, 1748. Usamos la siguiente traducción moderna: MONTESQUIEU: Del espíritu de las leyes (1748), Madrid, Tecnos, 1980, p. 210.
[3] BECCARIA, C.: Dei delitti e delle pene, 1764. Usamos la siguiente traducción moderna: BECCARIA, C.: De los delitos y las penas, Madrid, Aguilar, 1979, pp. 116 - 117

[4] HUMBOLDT, W von: Ideen zu einem Versuch, die Grezen der Wirksamkeit des Staates zu begrenzen, 1792. Empleamos la siguiente traducción: HUMBOLDT, W. von: Los límites de la acción del Estado (1792), Madrid, Tecnos, 1988, p. 4.
[5] Es sabido que Bentham entregaba sus manuscritos a personas que se encargaban de organizarlos y sistematizarlos. En España la difusión de su pensamiento se debió, en gran parte, al trabajo del ginebrino Esteban Dumont. A él pertenece esta cita. DUMONT, E.: Tratados de legislación civil y penal. Obra extractada de los manuscritos del Sr. J. Bentham, Madrid, Imp. de F. Villalpando, 1822, t. I, p. 22.

[6] . HUMBOLDT, W. von: Los límites..., p. 21.
[7] Ibid., pp. 198-199.
[8] FOUCAULT, M.: Vigilar y castigar, Madrid, siglo XXI, 1978 (3ª ed.), pp. 23-24
[9] FRAILE, P.: El castigo y el poder. Espacio y lenguaje de la cárcel. "Geo-Crítica", 57, 1985.
[10] La construcción de la Ciencia Penal, tal y como hoy la entendemos, se inicia con el pensamiento de la Ilustración,2 significativamente con la famosa obra de Beccaria (1738-1794) De los Delitos y de las Penas (1764), en la que el autor plantea una serie de retos relativos a la “humanización”  del Derecho Penal.[10]  Desde el punto de vista político-criminal, parece que en la Ciencia Penal ha habido cierto consenso en las últimas décadas en torno a la idea de que el Derecho Penal es la forma más grave de intervención del Estado frente al individuo, que tiene para éste último unas consecuencias altamente estigmatizadoras, y que por ello es preciso restringir y justificar al máximo su intervención.


[11] Habermas, Jürgen, El Discurso, Ob. Cit., p. 15 y ss

[12] En términos económicos, vid. Lukacs, Georg, Historia y Conciencia de Clase, traducción de Manuel Sacristán, 1975, Barcelona, España, p. 124 y siguiente.
[13]  Santiago Castro –Gómez ha revisado y criticado ese análisis filosófico. Vid. Castro – Gómez, Santiago, Crítica de la Razón Latinoamericana, 1997, Barcelona, España, p. 159 y siguiente. El positivismo latinoamericano consiguió así convertirse en el paradigma práctico de los teóricos positivistas europeos.
[14] Para una revisión de la fundamentación clásica de la culpabilidad y su proyección actual Donna, Edgardo, “La Culpabilidad” en El Poder Penal del Estado (Homenaje a Hilde Kaufmann), 1985, Buenos Aires, Argentina, p. 337 a 346; también en Welzel, Hans, Derecho Penal Alemán, traducción de Juan Bustos Ramírez y Sergio Yáñez, Santiago, Chile, p. 197

[15] GADEA NIETO, Daniel, Revista Ciencias Jurídicas; El control estatal del crimen, 59, enero-abril, Colegio de Abogados de Costa Rica, 1988, pág. 115

[16] GADEA NIETO, Op. Cit. 118.

[17] ROXIN, Claus, Derecho Penal, Parte General; Traducción de Diego Manuel Luzón Peña, T. 1,  Editorial Civitas, S. A., Madrid, 1997, pág. 176

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