LA RACIONALIDAD DEL CASTIGO
1. Generalidades del Estado
En el Antiguo Régimen la autoridad del monarca
viene explicada por su origen divino y es esta condición es la que legitima la
pena. De manera que, en este ambiente hay una profunda conexión entre los
conceptos de delito y pecado. Para el autor español Tomás y Valiente:
“La cercanía entre las ideas de delito y
pecado existente en las mentes y las obras de teólogos, juristas y legisladores
hacía ver en el delincuente un pecador;
la violación de la ley penal justa ofende a Dios en todo caso, según enseñaban
los teólogos castellanos del s. XVI. Dado estos supuestos, la pena era
principalmente el castigo merecido por el delincuente, y su imposición tenía
muchos visos de una «justa venganza»; se aplicaba -como decían los documentos
procesales de la época- para aplacar la «vindicta pública»”.[1]
La transgresión de la norma, era
considerada, ante todo una desobediencia
y, en consecuencia, un ultraje a la dignidad del soberano. El castigo, en
parte, responde a esta ofensa. Además,
la necesidad de disuadir, precisamente en un ambiente en el que la impunidad
era frecuente, hará de la ejecución un espectáculo público destinado a
horrorizar a quienes lo presencian. La conciencia de lo pasajero de ese momento
hará necesario organizar fórmulas que le den una mayor duración. El reo es
conducido por la ciudad hacia el patíbulo, deteniéndose en determinados
enclaves, donde se explican las razones que han llevado al desgraciado a tal
situación. El espacio, que los hombres utilizarán después en su vida cotidiana,
queda articulado por una historia que renacerá en su memoria al contacto con
aquellos lugares.
La confesión aquí es
fundamental, ya que purifica al reo y hace lícita la pena. Por su mediación los
tormentos se convierten en un anticipo del purgatorio y el pecador está
empezando a resarcir parte de la deuda que tenía contraída.
Es de todos sabido cómo se removieron estos criterios a partir de los planteamientos de la Ilustración. Autores - entre los que sin duda hay sustanciales diferencias - como Montesquieu, Rousseau o Beccaria, sentaron las bases de un discurso nuevo y, lógicamente, tuvieron que comenzar justificando de un modo radicalmente distinto el derecho a castigar. Sin restar mérito a pensadores de la estatura de Thomas Hobbes y John Locke, siendo sus principales aportes:
Es de todos sabido cómo se removieron estos criterios a partir de los planteamientos de la Ilustración. Autores - entre los que sin duda hay sustanciales diferencias - como Montesquieu, Rousseau o Beccaria, sentaron las bases de un discurso nuevo y, lógicamente, tuvieron que comenzar justificando de un modo radicalmente distinto el derecho a castigar. Sin restar mérito a pensadores de la estatura de Thomas Hobbes y John Locke, siendo sus principales aportes:
Hobbes: nace en Inglaterra
en 1588-1679) Hobbes parte de un
análisis individualista de la naturaleza humana y de la suposición de un estado
de naturaleza original en el que el hombre es enemigo para el hombre: según
este filósofo, los seres humanos
originariamente vivían en un “estado de naturaleza”, dominados por el apetito
natural y por el instinto de autoconservación, vivían, en suma, en una
constante “guerra de todos contra todos”.
Pero esta
situación se vuelve insostenible y se ve la necesidad de que haya justicia y
orden, para lo cual es necesario que haya un poder superior: este poder se
establece mediante un “contrato social” por el que los individuos renuncian
voluntariamente a muchos de sus derechos transfiriéndolos a una autoridad
soberana que ostenta un poder absoluto.
El contrato se muestra así como
algo necesario para dar seguridad al ser humano: mediante él se constituye y
legitima un poder absoluto, el Estado, que ejerce su dominio sobre los
firmantes del pacto.
Finalmente, Hobbes define 19 leyes de
naturaleza sin embargo existen dos fundamentales de las cuales se derivan las
restantes. La primera de ellas se refiere a que cada hombre debe esforzarse por
la paz , mientras que tiene la esperanza de lograrla , y cuando no puede
obtenerla, debe buscar y utilizar todas las ayudas y ventajas de la guerra. Es
decir buscar la paz y seguirla defendiéndose por todos los medios posibles.
La segunda ley dice que el hombre debe acceder ( si los
demás consienten también y mientras se considere necesario para la paz y
defensa de sí mismo ) a renunciar este derecho de todas las cosas y a
satisfacerse con la misma libertad, frente a los demás con respecto a él
mismo. Es como la ley del evangelio: " no hagáis a los demás, lo
que no queráis que os hagan a vosotros".
John
Lucke Nació en Wrington –condado de Somerset, cerca de Bristol- (1632-1704)
Lucke rechaza la
justificación del poder absoluto. Como él, parte de un “estado de naturaleza”
originario en el que cada uno se toma la
justicia por su mano, lo cual produce incertidumbre e inestabilidad y de aquí
la necesidad de un pacto por el que los hombres renuncian a ser ejecutores por
su cuenta de la ley de la naturaleza.
Así,
se pasa del estado de naturaleza al de sociedad civil: mediante un acuerdo que
hace que los individuos se unan y constituyan una comunidad social obedeciendo
los poderes que gobiernan la sociedad.
El poder se
identifica con el gobierno que es elegido por la mayoría.
Bajo
la concepción de que los hombres libres, iguales e independientes por
naturaleza, ninguno de ellos puede ser arrancado de esa situación y sometido al
poder político de otros sin que medie su propio consentimiento. Este se otorga
mediante convenio hecho con otros hombres de juntarse e integrarse en una
comunidad destinada a permitirles una vida cómoda, segura y pacífica de unos
con otros, en el disfrute tranquilo de sus bienes propios, y una salvaguardia
mayor contra cualquiera que no pertenezca a esa comunidad. Una vez que un
determinado número de hombres ha consentido en constituir una comunidad o
gobierno, quedan desde ese mismo momento conjuntados y forman un solo cuerpo
político, dentro del cual la mayoría tiene el derecho de regir y de obligar a
todos. Por consiguiente, debe darse por
supuesto que quienes, saliendo del estado de naturaleza, se constituyen en
comunidad, entregan todo el poder necesario para las finalidades de esa
integración en sociedad a la mayoría de aquella, a no ser que, de una manera
expresa, acuerden que deba estar en un número de personas superior al que forma
la simple mayoría. Tenemos, pues, que lo que inicia y realmente constituye una
sociedad política cualquiera, no es otra cosa que el consentimiento de un
número cualquiera de hombres libres capaces de formar mayoría para unirse e
integrarse dentro de semejante sociedad. Y eso, y solamente eso, es lo que dio
o podría dar principio a un gobierno legítimo.
Para quien la causa final, propósito o
designio que hace que los hombres –los cuales aman por naturaleza la libertad y
el dominio de los demás– se impongan a sí mismos esas restricciones de las que
vemos que están rodeados cuando viven en Estados, es el procurar su propia
conservación y, consecuentemente, su vida más grata. Es decir, que lo que
pretenden es salir de esa insufrible situación de guerra que es el resultado de
las pasiones naturales de los hombres cuando no hay poder visible que los
mantenga atemorizados y que, con la amenaza de castigo, les obligue a cumplir
los convenios y a observar las leyes de la naturaleza. Porque leyes de la
naturaleza como la justicia, la equidad, la modestia, la misericordia, y, en
suma, el hacer con los demás lo que quisiéramos que se hiciese con nosotros,
son en sí mismas, y cuando no hay terror a algún poder que obligue a
observarlas, contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales nos inclinan
a la parcialidad, el orgullo, a la venganza y demás. [...] El único camino para
erigir semejante poder común, capaz de defenderlos contra la invasión de los
extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte que por
su propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse así mismos y
vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una
asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir
sus voluntades a una voluntad. Esto equivale a decir: elegir un hombre o una asamblea
de hombres que represente su personalidad, que cada uno considere como propio y
se reconozca a sí mismo como autor de cualquier cosa que haga o promueva quien
representa su persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz y a la
seguridad comunes; que, además, sometan sus voluntades cada uno a la voluntad
de aquél, y sus juicios a su juicio. Esto es algo más que consentimiento o
concordia; es una unidad real de todos ellos en una y la misma persona,
instituida por pacto de cada hombre con los demás, en forma tal como si cada
uno dijera a todos: autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres
mi derecho de gobernarme a mí mismo, con la condición de que vosotros
transferiréis a él vuestro derecho y autorizaréis todos sus actos de la misma
manera. Hecho esto, la multitud así unida en una persona se denomina Estado, en
latín Civitas. Esta es la generación
de aquel gran Leviatán, o más bien (hablando con más reverencia) de aquel dios
mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa,
porque en virtud de esta autoridad que se confiere por cada hombre particular
el Estado posee y utiliza tanto poder y fortaleza que por el terror que inspira
es capaz de conformar las voluntades de todos ellos para la paz en su propio
país, y para la mutua ayuda contra sus enemigos, en el extranjero. Y en ello
consiste la esencia del Estado, que podemos definir así: una persona de cuyos
actos una gran multitud, por pactos mutuos realizados entre sí, ha sido
instituida por cada uno como autor, al objeto de que pueda utilizar la
fortaleza y medios de todos como lo juzgue oportuno para asegurar la paz y
defensa común. El titular de esta persona se denomina soberano, y se dice que
tiene poder soberano; cada uno de los que lo rodean es súbdito suyo.
Rousseau
(Ginebra, 28 de junio 1712-1778) parte de la idea de que hay un claro
contraste entre el hombre actual, producto de la sociedad civilizada, y el
hombre primitivo que vivía en estado natural:
El hombre primitivo era bondadoso y llevaba
una vida pacífica, libre y solitaria, pero las dificultades de subsistencia le
llevaron a reunirse en sociedad, y es de la sociedad de donde han surgido todos
los males que padecemos actualmente.
Los motivos principales de esta corrupción
son, según Rousseau, la instauración de la propiedad privada y la
transformación del poder legítimo en poder arbitrario.
Ante esta situación, propone la constitución de un nuevo modelo
social que recoja los aspectos positivos del estado primitivo.
Rousseau consagra al estudio de la nueva
sociedad su obra El contrato social (1762),
uno de los pilares sobre los que se asienta la democracia moderna:
Esta sociedad renovada se funda en un pacto
social por medio del cual los ciudadanos renuncian a todos sus derechos en
favor de la comunidad. Esta comunidad es representada por la “voluntad
general”, la cual quiere el interés de todos y, por ello, cuando la obedecemos
nuestra libertad no sufre ninguna merma porque en realidad estamos
obedeciéndonos a nosotros mismos.
El Estado proporciona a los individuos una
libertad superior a la que disfrutaban en el estado natural: al sustituir el
estado de naturaleza por el estado civil, el hombre cambia el instinto por la
justicia y la moralidad, esto es, por un comportamiento racional que fundamenta
una concepción superior de la libertad.
Los gobiernos, representantes de la voluntad
general, tienden, sin embargo, a degenerar y anteponen su voluntad e intereses
a la voluntad e intereses de la comunidad. Pero el verdadero soberano es el
pueblo y cuando esto ocurre, el pueblo tiene el derecho de cesarlos: "los
gobernantes no son los amos del pueblo, sino sus empleados, y el pueblo puede
nombrarlos y destituirles cuando guste".
Los asuntos comunes se resuelven en la
asamblea pública, formalmente constituida y en la que cada individuo se expresa
libremente: así, para Rousseau, no hay más régimen político legítimo que el
democrático, en el que las instituciones políticas fundamentales dependen del
consentimiento voluntario de todos los ciudadanos realizado en condiciones
ideales de libertad e igualdad.
“Solo hay una ley que por su naturaleza exige un consentimiento unánime.
Es el pacto social: porque la asociación civil es el acto más voluntario del
mundo; habiendo nacido todo hombre libre y dueño de si mismo, nadie puede, bajo
el pretexto que sea, someterle sin su consentimiento. Decidir que el hijo de un
esclavo nace esclavo es decidir que no nace hombre.
Por lo tanto, si durante el pacto social se
encuentran oponentes, su oposición no invalida el contrato, sólo impide que
estén comprendidos en él; son extranjeros entre los ciudadanos. Cuando el
Estado se halla instituido, el consentimiento está en la residencia, habitar el
territorio es someterse a la soberanía.
Fuera de este contrato
primitivo, el voto del mayor número obliga siempre a los demás: es una secuela
del contrato mismo. Pero preguntan cómo puede un hombre ser libre, y estar
forzado a conformarse con voluntades que no son las suyas.
Yo respondo que la cuestión está mal
planteada. El ciudadano consiente en todas las leyes, incluso en las que lo
castigan cuando puede violar alguna. La voluntad constante de todos los
miembros del Estado es la voluntad general; por ella es por lo que los
ciudadanos son libres. Cuando se propone una ley en la asamblea del pueblo, lo
que se les pide no es precisamente si aprueban la proposición o si la rechazan,
sino si es conforme o no con la voluntad general que es la suya; al dar su
sufragio, cada uno dice su opinión sobre ello, y del cálculo de los votos se
saca la declaración de la voluntad general.
Pero esta situación se
vuelve insostenible y se ve la necesidad de que haya justicia y orden, para lo
cual es necesario que haya un poder superior: este poder se establece mediante
un “contrato social” por el que los individuos renuncian voluntariamente a
ciertos derechos.
A grandes rasgos, podríamos afirmar que la colectividad se
sustenta sobre una relación contractual. Cada uno pierde una parte de su
libertad para hacer posible la convivencia con los otros, necesaria, además,
para la propia supervivencia. Son
notables las diferencias sobre este particular entre Montesquieu o Rousseau,
pero ello no nos interesa en este momento.
El derecho a castigar se fundamenta, por
tanto, en ese mismo contrato, ya que es un instrumento imprescindible para su
mantenimiento, y se justifica, precisamente, por la parte de libertad que cada
uno ha cedido. Montesquieu es muy claro a este respecto:
«Lo que hace lícita la muerte de un criminal
es que la ley que lo castiga se ha hecho en favor suyo. Un asesino, por
ejemplo, ha disfrutado de la ley que ahora le condena, pues le ha conservado la
vida a cada instante, y por eso no puede reclamar contra ella.»[2]
El reo no sólo debe doblegarse humildemente,
sino estar agradecido a la mano que le ejecuta. La pena es condición
indispensable para poder organizar la asociación de individuos, que a su vez
configurarán el estado. La dialéctica entre hombre y comunidad se está
colocando en el centro del discurso penitenciario.
Lógicamente, en este marco de cambios
profundos, el castigo debe modificar sus concreciones y asumir nuevas tareas.
Intentaré resumir algunos de sus rasgos más significativos.
Ahora es posible comenzar a hablar de
proporcionalidad entre delito y pena, planteada de manera que disuada de las
faltas más graves. Podrá tacharse de inhumana o abusiva aquella que vulnere
este principio. El espíritu de moderación debe presidir, según Montesquieu,
toda la actividad del legislador. Pero no basta con esto, estamos ante la
constitución de una sociedad que hará de la eficacia uno de sus más estimados
valores. La suavidad será útil siempre que vaya acompañada de otra propiedad:
la inexorabilidad. Veamos cómo lo presenta Beccaria:
“Uno de los mayores frenos de los delitos no
es la crueldad, de las penas, sino su infalibilidad (...). La certeza de un
castigo, aunque sea moderado, hará siempre mayor impresión que el temor de otro
más terrible, pero unido a la esperanza de la impunidad.” (5)
La impersonalización del derecho a castigar es
otra de las características inexcusables para lograr un aparato funcional.
Sigamos las palabras de Montesquieu:
“El poder judicial no debe darse a un Senado
permanente, sino que lo deben ejercer personas del pueblo, nombradas en ciertas
épocas del año de la manera prescrita por la ley, para formar un tribunal que
sólo dura el tiempo que la necesidad lo requiera. De esta manera, el poder de
juzgar, tan terrible para los hombres, se hace invisible y nulo al no estar
ligado a determinado estado o profesión. Como los jueces no están
permanentemente a la vista, se teme a la magistratura, pero no a los
magistrados.” (6)
Así concebido ese poder parece disolverse,
casi se torna invisible. Pero, precisamente por ello, es más eficaz. Cada
individuo se erige en juez potencial y vigilante de los actos de sus iguales.
Sin duda, la incorporación de estos criterios a la organización del espacio
carcelario fue decisiva.
Por último, habría que señalar la
incorporación del tiempo al discurso penitenciario. Beccaria explicó con
claridad su importancia:
«No es la intensidad de la pena la que hace
mayor efecto sobre el ánimo humano, sino su duración (...). No es el terrible
pero pasajero espectáculo de la muerte de un criminal, sino el largo y penoso
ejemplo de un hombre privado de libertad, que convertido en bestia de servicio
recompensa con sus fatigas a la sociedad que ha ofendido, lo que constituye el
freno más fuerte contra los delitos.”[3]
Lógicamente, la confesión casi queda
desterrada de la práctica procesal, para ser sustituida por la prueba. Se está
construyendo un instrumento eficaz y por tanto se pretende que esté dotado de
un alto grado de coherencia interna entre sus componentes. Pero, como tendremos
ocasión de comprobar, esta coherencia será un proyecto inicial, continuamente
reconsiderado y reformulado en función de las circunstancias. Serán las propias
relaciones sociales las que irán modificando lo que por ellas se entiende, y
diseñando los proyectos capaces de responder a una realidad que cambia muy
rápidamente.
Estas propiedades, repasadas tan escuetamente,
obedecen a una concepción de la pena radicalmente distinta de la que le
precedía, y que justifica su propia existencia en base a argumentos diferentes.
El castigo de nuevo cuño que se está configurando sirve para mantener unida a
la colectividad, es la coherción genéricamente aceptada para que exista la
comunidad, condición indispensable para la supervivencia de cada uno.
Desde esta óptica, la dialéctica entre
individuo y sociedad se convierte en el punto central, en la pieza que da
sentido a todo el discurso penitenciario, que sería innecesario en una
humanidad formada por personas aisladas, no relacionadas entre sí. Esta unión,
más o menos voluntaria según los autores, es la que legitima al mismo tiempo el
derecho a castigar y la constitución de un instrumento superestructural que
podemos denominar estado. Pero a finales del siglo XVIII y principios del XIX
todavía se está debatiendo cuáles son las características de este aparato, así
como las funciones que debe desempeñar. En otras palabras, hay que precisar sus
atribuciones y los límites de su acción. Hasta dónde puede llegar y dónde debe
detenerse.
Obviamente, esta reflexión - que con
frecuencia se ha estudiado como estrictamente política y deslindada de sus
implicaciones en otros sectores de la actividad humana - será decisiva en el
momento de acotar el ámbito del derecho. De qué debe ocuparse y de qué debe
inhibirse.
Tales planteamientos, en gran parte, dan forma
al pensamiento penal y, quizás con mayor claridad, a las prácticas penales en
particular y jurídicas en general. Será, por tanto, imprescindible avanzar en
esta dirección para poder comprender la relación entre todas ellas, así como
las labores encomendadas a la legislación en la organización y articulación de
la colectividad.
2.- Las funciones del
Estado.
La propia naturaleza de semejante debate
resultaba confusa a finales del setecientos, discurriendo con frecuencia por
derroteros que no le llevaban al auténtico quid de la cuestión. De todos modos,
algunos autores intentaron ya entonces precisar cuáles eran los problemas
centrales. Uno de ellos fue Wilhelm von Humboldt, que lo presentaba en los
siguientes términos:
“Casi todos lo que han intervenido en las
reformas de los Estados o han propuesto reformas políticas se han ocupado
exclusivamente de la distinta intervención que a la nación o a algunas de sus
partes corresponde en el gobierno, del modo como deben dividirse las diversas
ramas de la administración del Estado y de las providencias necesarias para
evitar que una parte invada los derechos de la otra. Y, sin embargo, a la vista
de todo Estado nuevo a mí me parece que debieran tenerse presentes siempre dos
puntos, ninguno de los cuales puede pasarse por alto, a mi juicio, sin grave
quebranto: uno es el de determinar la parte de la nación llamada a mandar y la
llamada a obedecer, así como todo lo que forma parte de la verdadera
organización del gobierno; otro, el determinar los objetivos a que el gobierno,
una vez instituido, debe extender, y al mismo tiempo circunscribir, sus
actividades.” [4]
En un momento tan decisivo como las
postrimerías del siglo XVIII para el diseño del estado que la burguesía
necesitaba confeccionar, aparecen diversas líneas de pensamiento que, a su vez,
repercutirán en enfoques distintos de lo penal. A continuación intentaré
esquematizarlas, a sabiendas de estar simplificando, puesto que la cuestión es
compleja y plena de matices que no podré reflejar en estas páginas, en las que
me limitaré a señalar los caminos más generales de la reflexión.
Si bien es cierto que en el principio de la pasada centuria se había difundido por Europa la idea de un Estado poco intervencionista, y la fórmula de laissez faire - laissez passer era la bandera de amplias capas de la burguesía, también habría que reconocer sustanciales divergencias dentro de este marco tan amplio.
En Francia, a través de la Ilustración, se pensaba en un estado que debía ocuparse del bienestar de sus ciudadanos. Quizás el período napoleónico, y las medidas de centralización y organización arbitradas, podrían ser su más claro exponente. Desde esta óptica era posible recoger toda la «ciencia de policía» generada hasta el momento e izarla hasta sus más altas cotas, cabía desplegar una política de intervención y prevención de delitos y divergencias. Además, no es trivial que esto sucediese ahí y entonces. Pensemos que estamos en la patria de la máxima del laissez faire -aunque quizás no de su aplicación- y en la de un código civil que se convertirá en modélico para todo el continente. Esta manera de concebir la acción del estado la podemos rastrear desde los tiempos del despotismo ilustrado, pero también es asumida por los reformadores. Pensemos que Beccaria, en la presentación de su libro, se dirige a los «directores de la pública felicidad». A la par, se está consolidando un pensamiento que hace hincapié en la contención y en la no intervención. Intentando ejemplificarlo podríamos referirnos a Inglaterra y a Adam Smith. De todos modos, esta concepción puede elevarse sobre pilares diferentes, lo que matizará considerablemente su contenido. Arriesgándonos a simplificar en aras de la claridad, podríamos hablar de dos principios distintos: el de utilidad y el de necesidad. Smith explica muy claramente el primero de ellos:
Si bien es cierto que en el principio de la pasada centuria se había difundido por Europa la idea de un Estado poco intervencionista, y la fórmula de laissez faire - laissez passer era la bandera de amplias capas de la burguesía, también habría que reconocer sustanciales divergencias dentro de este marco tan amplio.
En Francia, a través de la Ilustración, se pensaba en un estado que debía ocuparse del bienestar de sus ciudadanos. Quizás el período napoleónico, y las medidas de centralización y organización arbitradas, podrían ser su más claro exponente. Desde esta óptica era posible recoger toda la «ciencia de policía» generada hasta el momento e izarla hasta sus más altas cotas, cabía desplegar una política de intervención y prevención de delitos y divergencias. Además, no es trivial que esto sucediese ahí y entonces. Pensemos que estamos en la patria de la máxima del laissez faire -aunque quizás no de su aplicación- y en la de un código civil que se convertirá en modélico para todo el continente. Esta manera de concebir la acción del estado la podemos rastrear desde los tiempos del despotismo ilustrado, pero también es asumida por los reformadores. Pensemos que Beccaria, en la presentación de su libro, se dirige a los «directores de la pública felicidad». A la par, se está consolidando un pensamiento que hace hincapié en la contención y en la no intervención. Intentando ejemplificarlo podríamos referirnos a Inglaterra y a Adam Smith. De todos modos, esta concepción puede elevarse sobre pilares diferentes, lo que matizará considerablemente su contenido. Arriesgándonos a simplificar en aras de la claridad, podríamos hablar de dos principios distintos: el de utilidad y el de necesidad. Smith explica muy claramente el primero de ellos:
Ninguna cualidad espiritual (...) es aprobada
como virtuosa sino aquellas que son útiles o placenteras, ya sea para la
persona misma, ya para los otros, y ninguna cualidad da lugar a ser reprobada
por viciosa, sino aquellas de contraria tendencia. Y, en verdad, al parecer la
Naturaleza ha ajustado tan felizmente nuestros sentimientos de aprobación y
reprobación a la conveniencia tanto del individuo como de la sociedad, que,
previo el más riguroso examen, se descubrirá, creo yo, que se trata de una
regla universal.”
Pero probablemente el máximo exponente de la
concepción utilitarista es Jeremy Bentham, de especial interés para nosotros
dada su repercusión en el discurso penal de su tiempo. Veamos cómo fórmula este
principio básico:
“La naturaleza ha puesto al hombre bajo el
imperio del placer y del dolor; a ellos debemos todas nuestras ideas; de ellos
nos vienen todos nuestros juicios y todas las determinaciones de nuestra vida
(...). El principio de utilidad lo subordina todo a estos dos móviles. Lo
conforme a la utilidad o al interés de un individuo es lo que es propio para
aumentar la suma total de su bienestar, lo conforme a la utilidad o al interés
de una colectividad, es propio para aumentar la suma total del bienestar de los
individuos que la componen.” [5]
Veremos más adelante las consecuencias de
tales planteamientos.
Por otra parte, podríamos ejemplificar el principio de necesidad en Wilhelm von Humboldt. Para él lo fundamental es el desarrollo de la fuerza y capacidades del individuo, lo que sólo es posible en un ambiente de la máxima libertad. Toda ingerencia del estado intentando propiciar bienestar no tendrá, a lo mejor, más que repercusiones negativas, y un nefasto crecimiento de la homogeneidad. Su acción debe limitarse a lograr la seguridad de los ciudadanos, condición indispensable para ese desarrollo armónico, y objetivo inalcanzable para los sujetos particulares. Sigamos su reflexión:
Por otra parte, podríamos ejemplificar el principio de necesidad en Wilhelm von Humboldt. Para él lo fundamental es el desarrollo de la fuerza y capacidades del individuo, lo que sólo es posible en un ambiente de la máxima libertad. Toda ingerencia del estado intentando propiciar bienestar no tendrá, a lo mejor, más que repercusiones negativas, y un nefasto crecimiento de la homogeneidad. Su acción debe limitarse a lograr la seguridad de los ciudadanos, condición indispensable para ese desarrollo armónico, y objetivo inalcanzable para los sujetos particulares. Sigamos su reflexión:
«El fin del Estado puede, en efecto, ser
doble: puede proponerse fomentar la felicidad o simplemente evitar el mal, el
cual puede ser, a su vez, el mal de la naturaleza o el de los hombres. Si se
limita al segundo fin, busca solamente la seguridad, y permítaseme oponer este
fin a todos los demás fines posibles que se agrupan bajo el nombre de bienestar
positivo.» [6] Y esto es, precisamente, lo que los Estados
se proponen. Quieren el bienestar y la tranquilidad. Y consiguen ambos en la
medida en que los hombres luchen menos entre sí. Pero a lo que el hombre
aspira, y tiene necesariamente que aspirar, es a algo muy distinto: es a la
variedad y a la actividad. Sólo estas dan personalidades amplias y enérgicas; y
seguro que ningún hombre ha caído tan bajo como para preferir para sí mismo la
felicidad a la grandeza.
Resulta casi
paradójico este optimismo respecto a la condición humana, unido a afirmaciones
tan próximas al romanticismo que se avecinaba. Antes de continuar convendría
hacer dos consideraciones. Sin duda, de planteamientos de este tipo dimanarán
conclusiones, netamente diferenciadas del resto, respecto a cuestiones tan
importantes como el control social, las medidas de policía, o la prevención del
delito. Por otra parte, una restricción tan drástica de la acción del estado
dejaría al individuo relativamente inerme, a no ser que venga complementada con
una defensa del asociacionismo. Aquí empiezan a divergir claramente los
discursos de Humboldt o Adam Smith. Mientras para el primero la agrupación
voluntaria es indispensable, para el segundo es una mediación que coarta la
libertad individual. Es evidente que la experiencia de cada uno está
condicionando su reflexión. Mientras uno entrevé los riesgos del corporativismo
del proletariado el otro apenas vislumbra tal problema.
A pesar del parentesco de las formulaciones finales, nos encontramos frente a dos concepciones diferenciadas de la sociedad, y Humboldt es consciente de ello:
A pesar del parentesco de las formulaciones finales, nos encontramos frente a dos concepciones diferenciadas de la sociedad, y Humboldt es consciente de ello:
El Estado debe
ajustar siempre su actividad al imperativo de la necesidad. En efecto, la
teoría sólo le permite velar por la seguridad porque la consecución de este fin
escapa a las posibilidades del hombre individual, es decir, porque sólo ahí es
necesaria su atención. Todas las ideas expuestas a lo largo del presente
estudio van, pues, encaminadas al principio de necesidad. El principio de la
utilidad que podría contraponérsele, no permite un enjuiciamiento puro y
exacto. Velar por lo útil, finalmente, conduce, la mayor parte de las veces, a
medidas positivas, mientras que velar por lo necesario conduce en la mayoría de
los casos a medidas negativas. Finalmente, el único medio inequívoco para
infundir poder y prestigio a las leyes es el hacerlas descansar exclusivamente
sobre este principio.» [7]
Parece innegable
que las divergencias de planteamientos, que responden a realidades y
experiencias distintas, son importantes y, como veremos, tendrán sus
plasmaciones. Al mismo tiempo, es preciso reconocer que todos ellos, desde los
que defendían la necesidad de la intervención, hasta aquellos que la rechazaban
desde diversas posiciones, tendrán durante un tiempo un denominador común: la
creencia en una armonía de intereses particulares, como ley que dirige al
conjunto hacia el mayor bien posible. En algunos casos se presentará como una
especie de concordancia natural e inherente al ser humano. En otros como «mano
invisible» que ajusta en los puntos óptimos. Pero la idea que entonces subyacía
era la de que la nueva sociedad era la mejor entre las factibles y que,
obedeciendo leyes que cabía estudiar y describir de modo científico, tendía
inexorablemente hacia el equilibrio, lo que no era incompatible con la miseria
de una parte importante de los ciudadanos. Todo esto, lógicamente, estaba
íntimamente unido con la reflexión que se ocupaba del castigo legal, así como
con la transferencia de determinadas condiciones al conjunto del cuerpo social.
3.- La práctica penal.
Ya había manifestado, páginas atrás, la
convicción de que existía una profunda conexión entre el discurso general,
dedicado a la soberanía y su ejercicio, y aquel más particular centrado en el
castigo legal. Vimos como la legitimación del poder había influido en la propia
justificación de la pena, que debía proporcionarse al delito y ser lo más suave
posible sin perder eficacia. Sin duda, ello representaba un avance respecto a
la crueldad del sistema precedente, pero, al mismo tiempo, estamos frente a un
importante cambio de estrategia. Foucault lo explica con claridad:
«La atenuación de la severidad penal en el transcurso de los
últimos siglos es un fenómeno muy conocido de los historiadores del derecho. Pero
durante mucho tiempo se ha tomado de una manera global como un fenómeno
cuantitativo: menos crueldad, menos sufrimiento, más benignidad, más respeto,
más «humanidad». De hecho estas modificaciones van acompañadas de un
desplazamiento en el objeto mismo de la operación punitiva. ¿Disminución de la
intensidad? Quizás. Cambio de objetivo indudablemente.». [8]
Las tareas del
castigo, en relación con la colectividad, están cambiando. Ya no basta con el
espectáculo que aterroriza, es preciso saber usar el tiempo, poder mostrar al
reo y, en la medida de lo posible, devolverlo a la sociedad transformado en un
individuo distinto, sumiso y disciplinado: ejemplo vivo de la eficacia del
sistema.
Ahora es el penado, su cuerpo, así como todas sus capacidades, quien está en el centro del sistema punitivo. Para actuar con corrección es necesario estudiar al sujeto sobre el que se ha de intervenir, conocerlo, erigir, en fin, un saber que se ocupe de todo ello. Foucault ha descrito reiteradamente la génesis de esta preocupación ya desde finales del setecientos. Para poder asumir tales objetivos es preciso crear determinadas condiciones penales que lo hagan posible. Es de todos sabido cómo el encierro se convertirá en el castigo por excelencia, partiendo - como afirma Foucault (15) - de prácticas bastante poco relacionadas inicialmente con las estrictamente jurídicas.
Ahora es el penado, su cuerpo, así como todas sus capacidades, quien está en el centro del sistema punitivo. Para actuar con corrección es necesario estudiar al sujeto sobre el que se ha de intervenir, conocerlo, erigir, en fin, un saber que se ocupe de todo ello. Foucault ha descrito reiteradamente la génesis de esta preocupación ya desde finales del setecientos. Para poder asumir tales objetivos es preciso crear determinadas condiciones penales que lo hagan posible. Es de todos sabido cómo el encierro se convertirá en el castigo por excelencia, partiendo - como afirma Foucault (15) - de prácticas bastante poco relacionadas inicialmente con las estrictamente jurídicas.
En ese lugar cabrá la posibilidad de empezar a
desarrollar semejante conocimiento, y la vigilancia será pieza clave en su
construcción. Vigilancia, por otra parte, que se caracterizará a partir de los
principios que se habían ido esbozando en la definición del nuevo poder que se
estaba gestando. Inexorabilidad, impersonalización, omnipresencia o
invisibilidad son atributos ideales de esa minuciosa supervisión y, al tiempo,
son condiciones inexcusables para un ejercicio eficaz del poder, y como tales
habían sido cuidadosamente registradas por los pensadores de la Ilustración.
Para lograr estos requisitos será preciso ir creando espacios cada vez más especializados que lo hagan posible y que, además, en la medida en que se van adecuando a las funciones que deben realizar se vuelven cada vez más elocuentes. El panóptico de Bentham será una de sus expresiones más depurada.
En España esta tendencia resulta bastante evidente - a lo largo de todo el ochocientos - tras un somero estudio de las leyes y ordenanzas que intentan organizar los establecimientos penitenciarios. Desde la originaria Real Ordenanza para el gobierno de presidios y arsenales de la Marina, de 20 de Marzo de 1804, hasta el Programa para la construcción de cárceles de partido de 1877, pasando por la Ordenanza General de Presidios del Reino de 1834, o el Programa para la construcción de cárceles de provincia de 1860. En todas ellas se advierte una preocupación por ordenar y hacer posible el control, recurriendo, al principio, a la clasificación y a la multiplicación de vigilantes. Posteriormente se avanzará mejorando los sistemas de agrupación, para aproximarse al máximo a los modelos de individualización, en los que, además, es posible restringir el número de guardianes, mejorando su calidad.
A idénticas conclusiones llegaríamos si estudiásemos los edificios que se emplean como prisiones: muchos antiguos conventos y cuarteles apenas reconvertidos, y unos pocos concebidos originariamente como encierros. En ellos se puede apreciar una progresión del mismo carácter que la señalada en las ordenanzas y proyectos referidos.
Para lograr estos requisitos será preciso ir creando espacios cada vez más especializados que lo hagan posible y que, además, en la medida en que se van adecuando a las funciones que deben realizar se vuelven cada vez más elocuentes. El panóptico de Bentham será una de sus expresiones más depurada.
En España esta tendencia resulta bastante evidente - a lo largo de todo el ochocientos - tras un somero estudio de las leyes y ordenanzas que intentan organizar los establecimientos penitenciarios. Desde la originaria Real Ordenanza para el gobierno de presidios y arsenales de la Marina, de 20 de Marzo de 1804, hasta el Programa para la construcción de cárceles de partido de 1877, pasando por la Ordenanza General de Presidios del Reino de 1834, o el Programa para la construcción de cárceles de provincia de 1860. En todas ellas se advierte una preocupación por ordenar y hacer posible el control, recurriendo, al principio, a la clasificación y a la multiplicación de vigilantes. Posteriormente se avanzará mejorando los sistemas de agrupación, para aproximarse al máximo a los modelos de individualización, en los que, además, es posible restringir el número de guardianes, mejorando su calidad.
A idénticas conclusiones llegaríamos si estudiásemos los edificios que se emplean como prisiones: muchos antiguos conventos y cuarteles apenas reconvertidos, y unos pocos concebidos originariamente como encierros. En ellos se puede apreciar una progresión del mismo carácter que la señalada en las ordenanzas y proyectos referidos.
Ahora bien, una vez que el individuo ha sido
instalado en el centro de la reflexión, este saber crecerá sin parar a lo largo
de todo el siglo. Pero, a la par, la sociedad se está transformando
profundamente. El capitalismo no es ese sistema que necesariamente tiende a la
armonía y se ajusta en el punto óptimo. Por el contrario, está expoliando de
forma violenta una parte importante del mundo, al tiempo que genera pobreza y
marginación en sus suburbios. El proletariado, cada vez más potente, se está
convirtiendo en un enemigo peligroso. La relación de los indigentes con la
riqueza está cambiando sustancialmente. Sigamos las palabras de Foucault en
torno al tema:
«La riqueza de los siglos XVI y XVII se componía esencialmente de
fortuna o tierras (...). En el siglo XVIII aparece una forma de riqueza que se
invierte en un nuevo tipo de materialidad que no es ya monetaria: mercancías,
stocks, máquinas, oficinas, materias primas, mercancías en tránsito y
expedición (...). Ahora bien, estas fortunas compuestas de stocks, materias
primas, objetos importados, máquinas, oficinas, están directamente expuestas a
la depredación. Los sectores pobres de la población, gentes sin trabajo, tienen
ahora una especie de contacto directo, físico, con la riqueza (...). Esta es la
primera razón, mucho más fuerte en Inglaterra que en Francia, de la aparición
de una necesidad absoluta de ese control.» [9](17)
El saber que se está construyendo en lo penal
será rápidamente demandado para intervenir en la sociedad, para prevenir y
organizar un control lo más eficaz posible. A ello nos dedicaremos en el
próximo epígrafe. Pero retomemos el hilo de nuestra argumentación. La
redefinición del discurso penal ha llevado a un tratamiento cada vez más
individualizado del reo, tendente a modificar sus actitudes y su voluntad. La
vigilancia, así como el espacio que la hace posible, y al tiempo la
caracteriza, será uno de los instrumentos inexcusables para lograrlo. La
necesidad, tanto punitiva como social, obliga a discurrir por este camino, pero
en la medida en que se hace se va profundizando la contradicción con aquellos
principios sobre los que inicialmente se había asentado esta práctica. A tal
respecto nos dice Foucault:
«La vigilancia tiende cada vez más a
individualizar al autor del acto, dejando de lado la naturaleza jurídica o la
calificación penal del acto en sí mismo. Por consiguiente el panoptismo se
opone a la teoría legalista que se había formado en los años precedentes.» (18)
En otro lugar afirma:
«Toda la penalidad del siglo XIX pasa a ser un control, no tanto
sobre si lo que hacen los individuos está de acuerdo o no con la ley sino más
bien al nivel de lo que pueden hacer, son capaces de hacer, están dispuestos a
hacer o están a punto de hacer. Así, la gran noción de la criminalidad y la
penalidad de finales del siglo XIX fue el escandaloso concepto, en términos de
teoría penal, de peligrosidad.» (19)
La evolución de la penalidad contradice parte de los principios
sobre los que se elevó. Al tiempo, tales criterios se dirigen cada vez menos
hacia aquellos que han contravenido la norma, para ir traspasando todo el
tejido social.
Las necesidades, generadas por la transformación de la colectividad, están imponiendo soluciones capaces de mantener el orden establecido al precio de crear un sistema cargado de paradojas.
Las necesidades, generadas por la transformación de la colectividad, están imponiendo soluciones capaces de mantener el orden establecido al precio de crear un sistema cargado de paradojas.
4.- Sistema penal y sociedad
La Revolución Francesa supuso la conquista del poder político por
parte de la burguesía, y es a partir de ese momento cuando comienza la tarea de
su confirmación. Semejante empeño había de contar con un discurso legitimador
asentado en sus propios presupuestos, la Ilustración hubo de involucrarse[10]. Finalmente, La Reforma, en cuanto
acontecimiento clave de la subjetivización, había de producir frutos más allá
de la religión, al emparentarse en su despliegue con la economía, la mimesis
ascetismo y ganancia sentaba las bases de la economía capitalista. De este
cúmulo de circunstancias concomitantes surge la democracia moderna, y el
capitalismo, bases de lo que Weber llama racionalismo occidental.
En todas estas construcciones, los distintos grupos sociales
jugaron su papel, pero fue la sociedad civil la llamada a liderar esos cambios
y a reconstruir a partir de ellos el vínculo social roto. Lo que quiero
destacar es que en esos procesos reconstructivos ningún grupo social tuvo un
rol tan protagónico como la burguesía, porque las instancias de poder
significativas serán instauradas con la voz de sus intereses, lo cual no
significa que el resto haya estado silenciado, o que nada quede de sus
argumentos, aunque, y esa es la cuestión, siempre sublimados.
Ahora bien, entender la modernidad en estrecha relación con la
sociedad civil puede llevarnos a ciertas confusiones de las que hemos de
prevenirnos. La expresión modernidad es utilizada primero en una acepción
temporal, época moderna[11], antes que como concreción de un discurso
filosófico. Sin embargo, más que analizar la relación de la burguesía con el
fortalecimiento y consagración de ese discurso, lo que intento aquí es una cosa
bien diferente, a saber poner de relieve cómo la burguesía, en ese contexto
moderno, consolida su poder y cómo, para ello, se sirve del sistema penal. Lo
que no puede perderse de vista es que en la construcción de la modernidad la
burguesía asume un papel que ya he puesto de manifiesto, y que en ese mismo
contexto pugnará por cristalizar su dominio social, lo cual conseguirá,
precisamente por lo anterior, sin poner en tela de juicio las conquistas
modernas, excepto en cuanto desfavorezca sus intereses, lo que originará una
tensión incuestionable entre los ideales ilustrados y dichos intereses
burgueses. Uno de los resultados más
dramáticos de aquella tensión lo constituirá la racionalidad codificadora
victoriosa, que es entronizada por la industria[12] y por el Estado burgués, en estrategias
controladoras, de dominación.
En esta contextualización, el sistema penal no será sino un
mecanismo más para la degradación y la alienación del individuo, especialmente
los contrarios a los intereses sociales, representados por la sociedad civil.
La coacción estatal reafirmará al Estado como instancia de poder, el castigo se
convertirá en su constatación. El despliegue del control político burgués
tendrá como piedra de toque al castigo instrumental, pero coordinándolo siempre
con sus propios intereses. Luego, la reformulación de los tormentos vendrá de
la mano no ya del racionalismo ilustrado, ni menos aún de los castigados sino,
antes, del cálculo. La aniquilación de los sujetos será desdeñable antes que
por la deshumanización que entraña, por un ajuste de cuentas del poder
económico con el político. Esta coordinación, iluminismo - burguesía,
encontrará voz legitimadora para esos cambios en los discursos de las sanciones
penales.
En suma, el sistema penal se
reconstruye como una confabulación de la Ilustración, uno de cuyos paradigmas
será la llamada ciencia penal, enmascarada por los intereses calculadores de la
sociedad burguesa. Otto Kirchheimer y Georg Rusche pusieron de manifiesto, en Pena
y Estructura Social, la relación entre el sistema penal y el modo de
producción capitalista, cómo se emparentan la teoría penal y la sociedad
industrial; cómo, a partir de la racionalidad y de la dinámica intrínseca del
capitalismo, se implementarán primero y abandonarán después las deportaciones;
cómo, finalmente, se llega a la pena de prisión, dejando en el camino el
aislamiento celular, y arribando al encierro de nuestros días que,
paralelamente, complementa el sistema punitivo con la profundización de las
penas pecuniarias11.
Toda la filosofía del derecho penal, desde Beccaria o Feuerbach en
adelante, tiene como trasfondo muy importante el resquebrajamiento de la
convivencia como amenaza, cuestión que legitima la creación intelectual de
mecanismos para su reconstrucción, al menos en Centroeuropa. De esta manera, decía, aunque una
consideración del delito como una violación del derecho (Carrara), constituyó
una formulación normativa más rigurosa que la reducción a peligro o amenaza del
orden, no dejó por eso de ser similar a lo que se ha venido exponiendo, ya que
el derecho igualmente será la plasmación de un orden, y su vulneración un
ataque a ese mismo orden. La precisión que entrañaba este mayor rigor teórico
ha de ser acotada. Hacía hincapié antes en el delito que en el delincuente, formulación
que contiene claros visos kantianos. No obstante, el delito sigue constituyendo
un peligro social y por lo tanto la reacción, la pena, es defensa social de
los peligrosos. Esta sistematización teórica del delito, reitero, no altera el
análisis precedente, porque la escuela clásica del derecho penal, de la que es
representante Carrara, se sigue moviendo en términos de reacción ante una
transgresión al orden. El matiz que ha de señalarse respecto a los positivistas
pasa por la distinta consideración de los sujetos, pese siempre a la
concomitancia última. Para la filosofía
clásica del derecho penal éstos son libres, capaces de comprender el delito, y
por lo tanto responsables de sus actos; mientras que para los positivistas, el
estudio de los agentes delictivos les lleva a plantear, atendido los análisis
de las causas del crimen, sus circunstancias, y quienes los cometen, un
causalismo criminológico, que habría de conducir a un determinismo
psicobiológico del individuo (Lombroso). De esta manera, los positivistas ponen
el acento en los autores del delito antes que en el delito mismo, y la
criminalidad se vuelve objeto de estudio del anómalo. Las repercusiones
de esos distintos acentos se dejarán sentir en la dogmática penal, pese a ser
ambas tributarias de la ideología de la defensa social, especialmente en
la fundamentación de la culpabilidad[14], y con particularidades en la intelección de
la imputabilidad. Sobre esta última volveré más adelante. Este acercamiento de la criminología y el
causalismo al delito, emprendido por el positivismo, en el que me concentro en
esta parte debido a las proyecciones que tendrá allende la dogmática penal, a
diferencia de la escuela clásica, metodológicamente objetualiza no sólo las
causas del delito sino, con ello, a los sujetos mismos. De esta forma, en la
criminología, y en las proyecciones de ésta al sistema penal en su conjunto, se
hornean las mismas aporías de la teoría del conocimiento que se aferraba al
método de las ciencias de la naturaleza, ahondando con la separación del sujeto
y el objeto la ilusión de una invariabilidad. El sujeto se erigía en
abstracción, ajeno a toda experiencia y realidad. Esta abstracción del Hombre,
fijadora e invariante, mete de contrabando la cosificación de las relaciones
sociales, ya que al considerarlas se soslaya su articulación dialéctica. La
posición cognoscente del sujeto es un cautiverio en el estudio del mismo sujeto
como objeto, porque el análisis etiológico no es considerado relacionalmente,
siendo esa relación ocultada, y por eso la criminología positivista nunca se ha
sacudido el hermético modelo que la mantuvo atrapada por una ilusión
fenomenológica, que es la misma a la que se mantiene aferrado el positivismo en
su conjunto. Si esto se pone en relación con la concreta miopía criminológico-
positivista, entonces se comprende fácilmente la aparición y consagración de la
defensa social como ideología, pues los otros, distanciados, serán el objeto de
análisis, encubriéndose la interacción social existente en el fenómeno delictivo,
y que años más tarde será puesta de manifiesto por Durkheim. El nuevo orden, el
orden de la sociedad civil, producirá, simultáneamente a su implantación, esta ideología
de la defensa social, articulándola como pieza clave del sistema penal que
se creaba. Tanto la escuela clásica del
derecho penal como la positivista se aliarán con esta ideología, en la medida
que ella legitima al sistema penal burgués desde las premisas contractualistas,
luego la defensa social es canalizada ideológicamente no ya sólo por su
reafirmación política del orden vigente (defensa de la sociedad), sino también
por su articulación dogmática en términos de teoría del conocimiento (vgr. el
positivismo criminológico en la dogmática penal). Así entonces, la conexión de
la criminología con el derecho penal vendrá dada por la fundamentación
subjetiva de la pena en relación al hecho, por la culpabilidad, en términos de
reprochabilidad (clásicos), pues será ella la instancia del sujeto responsable
ante su hecho (injusto), o bien, si la subjetivización no es suficiente desde
el absoluto social, por la significación social de peligrosidad (positivistas).
En ambos casos, criminología y derecho penal tenían, como idea regulativa del
sistema penal, a la defensa social que éste suponía frente al delito y los
sujetos peligrosos. La construcción
teórica de la criminología y de la dogmática penal consolidarán de este modo
mecanismos de control legitimados por la hermenéutica jurídica y la política de
poder de entonces. Esto permitirá llevar a término una sistematización teórica
del encierro de los disidentes del contrato, que operará como defensa
social sin contrapeso. Tal esfuerzo, junto con articular una lógica interna del
sistema penal, y legitimar el control, dejaba indemne, en consecuencia, al orden
de la sociedad civil, promotor de dicho esfuerzo. En las sombras de semejante
entramado arquitectónico habita un claro interés controlador por el
sometimiento al poder burgués de todos los disonantes; el nuevo orden
desarrolla con ese propósito una racionalidad de dominio, tanto en las esferas
de la economía como de la política, y la criminología, el derecho penal, así
como en general el sistema penal en su conjunto, no escapan a ese diagnóstico.
Hay que recluir, disciplinar, controlar a los peligrosos, la tarea demanda una
justificación no sólo política, sino técnico – jurídica.
La culpabilidad entonces es iluminada en el positivismo por el
concepto de peligrosidad, de modo que la culpabilidad por el hecho es
prevención pura del peligro, antes que responsabilidad. Luego, si antes los
individuos estaban estigmatizados con la carencia de libre albedrío, ahora
estarán determinados a esa peligrosidad de la que es necesario prevenirse y
prevenir. La intervención, el control penal, de esta forma, ha de ampliarse,
porque peligroso no es sólo el que delinque, hay, como digo, que prevenir,
intimidando, instancia previa al hecho. La morigeración de esta absolutización
vendrá dada por el dualismo pena – medida de seguridad, aunque esta última es
articulada con igual lógica: porque el peligro subsiste, no obstante el
reproche y la posterior pena, habrá medidas.
De este modo, como reforzamiento, aparecen las medidas de
seguridad, junto a las penas. Si el sujeto ya ha consumado el hecho,
tipificando su conducta como antijurídica, haciéndose inocua la prevención
intimidatoria, es porque, o bien las sanciones no son suficientemente
preventivas, o bien porque los individuos carecen de aptitudes motivadoras, y
por lo tanto la prevención como motivación racional aparece desgastada, sería
ese el caso de los dementes o los menores. Es decir, la falta de entendimiento
del nuevo juridizado status quo, es proporcional al estrechamiento que el nuevo
orden implementa utilizando el sistema penal. Para quienes no entienden, o no pueden
entender por carecer de capacidad para ello, ha de haber un control particular,
hay que controlar especializadamente, con un régimen propio. Todo desafío al
orden hegemónico ha de ser reducido, porque es in compatible con el
afianzamiento del mismo. Esta
nomenclatura jurídica, asentada en el concierto de los intereses burgueses,
será embestida a mediados de este siglo, pero incluso entonces la defensa
social tendrá fuerza para resistir los embates y reaparecer con un maquillaje
más propio de un discurso revisionista.
Pronto los sistemas paralelos, pena y medida, funcionarán
coordinados, pero autónomamente. La pena tendrá como presupuesto la
culpabilidad del autor, en la medida que ella legitima su reproche; y la medida
de seguridad, en cambio, la pura peligrosidad del sujeto. Pero, eso sí, ambas,
penas y medidas, articulan este dualismo bajo la supervisión de la peligrosidad
como criterio rector. Una culpabilidad disminuida no asegura un menor peligro
del sujeto y por eso pueden aparecer, no obstante la aplicación de penas,
medidas de seguridad, dándose la paradoja, excepcional si se quiere, de
enfrentar los individuos, por un mismo hecho, una doble sanción: pena primero,
y medida de seguridad después, vgr. los dementes24.
El poder
establecido e institucionalizado está cada vez más legitimado para inmiscuirse
en la vida cotidiana de los ciudadanos, y tal actitud está respaldada por todo
un proceso de reflexión y actuación que se produce a lo largo del XIX y que,
aparentemente, parte de la afirmación y defensa de la individualidad. La idea
de que el sistema penal se dirige hacia el potencial contraventor parece
difícil de sostener tras este análisis. Reconocer, por último, que las
posturas, incluso radicalmente burguesas, que no resultaban funcionales en este
proyecto, impuesto por la cambiante realidad, fueron hábilmente arrinconadas.
5.- La irracionalidad
del control estatal:
Con relación a este tema, concordamos con la cita realizado por el
Dr. Gadea Nieto[15], en razón de la justicia desempeña un papel político, porque el
fondo cumple con una “visión” de estado.
Si bien, la normas como formulas de
regulación de conductas son generales, también es cierto es que en la práctica
hay brechas amplias en las desigualdades sociales que permiten una ampliación de
la desviación. Tales desigualdades
provocan que un pequeño grupo dominante se vea beneficiada por el poco riesgo
que existe de entrar en esta ampliación de la desviación. Todo lo anterior contribuye a crear el
fenómeno de anormalidad o desviación del individuo por un lado, por otro
detentadores de control o grupo dominante.
Siendo el ser humano imperfecto, la
desviación está presente en cada uno de los hombres, porque como lo dijera John
Luke el ser humano ama su libertad por naturaleza su libertad y el dominio de
los demás, sin que ello sea un fenómeno exclusivo de status o clase[16]
Cuando se produce una inflación de
la desviación, es porque la norma se encuentra predeterminada como forma de
dominación social sobre las clases marginales de una sociedad, de manera que la
clientela judicial y consecuentemente los usuarios del servicio carcelario van
a ser de un predominio de determinadas zonas o status social.
Conclusiones
Uno de las
principales causas de los amplificadores de desviación es la amplia brecha que
existe entre las clases sociales, razón por lo cual la clase dominante utiliza
el derecho penal y consecuentemente la pena para someterlos al control social.-
A principio de
estas páginas planteábamos dos cuestiones como centros fundamentales de
interés. Por un lado hemos analizado las
relaciones entre la soberanía y el castigo. Hemos visto que la propia
justificación del poder delimitará con bastante precisión la legitimación del
derecho a castigar, así como su materialidad. Los profundos cambios de finales
del XVIII colocaron al individuo en el centro de este discurso, y la relación
contractual, en gran medida, fue la fórmula empleada. El nuevo modelo de
dominación se configura en base a una serie de atributos, inexorabilidad,
impersonalización.
[1] TOMAS Y VALIENTE, F, La
tortura en España, Editorial Arial,
Barcelona, 1973, p. 186.
[2] MONTESQUIEU: De
l'esprit des lois, 1748. Usamos la siguiente traducción moderna:
MONTESQUIEU: Del espíritu de las leyes (1748), Madrid, Tecnos, 1980, p.
210.
[3] BECCARIA, C.: Dei
delitti e delle pene, 1764. Usamos la siguiente traducción moderna:
BECCARIA, C.: De los delitos y las penas, Madrid, Aguilar, 1979, pp. 116
- 117
[4] HUMBOLDT, W
von: Ideen zu einem Versuch, die Grezen der Wirksamkeit des Staates zu
begrenzen, 1792. Empleamos la siguiente traducción: HUMBOLDT, W. von: Los
límites de la acción del Estado (1792), Madrid, Tecnos, 1988, p. 4.
[5] Es sabido que Bentham entregaba sus manuscritos a
personas que se encargaban de organizarlos y sistematizarlos. En España la
difusión de su pensamiento se debió, en gran parte, al trabajo del ginebrino
Esteban Dumont. A él pertenece esta cita. DUMONT, E.: Tratados de
legislación civil y penal. Obra extractada de los manuscritos del Sr. J.
Bentham, Madrid, Imp. de F. Villalpando, 1822, t. I, p. 22.
[7] Ibid., pp. 198-199.
[8] FOUCAULT, M.:
Vigilar y castigar, Madrid, siglo XXI, 1978 (3ª ed.), pp. 23-24
[9] FRAILE, P.: El
castigo y el poder. Espacio y lenguaje de la cárcel. "Geo-Crítica",
57, 1985.
[10] La construcción de la
Ciencia Penal, tal y como hoy la entendemos, se inicia con el pensamiento de la
Ilustración,2 significativamente con la famosa obra de Beccaria
(1738-1794) De los Delitos y de las Penas (1764), en la que el autor
plantea una serie de retos relativos a la “humanización” del Derecho Penal.[10] Desde
el punto de vista político-criminal, parece que en la Ciencia Penal ha habido
cierto consenso en las últimas décadas en torno a la idea de que el Derecho
Penal es la forma más grave de intervención del Estado frente al individuo, que
tiene para éste último unas consecuencias altamente estigmatizadoras, y que por
ello es preciso restringir y justificar al máximo su intervención.
[12] En términos
económicos, vid. Lukacs, Georg, Historia y Conciencia de Clase,
traducción de Manuel Sacristán, 1975, Barcelona, España, p. 124 y siguiente.
[13] Santiago Castro –Gómez ha revisado y
criticado ese análisis filosófico. Vid. Castro – Gómez, Santiago, Crítica de
la Razón Latinoamericana, 1997, Barcelona, España, p. 159 y siguiente. El
positivismo latinoamericano consiguió así convertirse en el paradigma práctico
de los teóricos positivistas europeos.
[14] Para
una revisión de la fundamentación clásica de la culpabilidad y su proyección
actual Donna, Edgardo, “La Culpabilidad” en El Poder Penal del Estado
(Homenaje a Hilde Kaufmann), 1985, Buenos Aires, Argentina, p. 337 a 346;
también en Welzel, Hans, Derecho Penal Alemán, traducción de Juan Bustos
Ramírez y Sergio Yáñez, Santiago, Chile, p. 197
[15] GADEA
NIETO, Daniel, Revista Ciencias Jurídicas; El control estatal del crimen,
59, enero-abril, Colegio de Abogados de Costa Rica, 1988, pág. 115
[16] GADEA NIETO, Op. Cit.
118.
[17] ROXIN,
Claus, Derecho Penal, Parte General; Traducción de Diego Manuel Luzón Peña,
T. 1, Editorial Civitas, S. A., Madrid,
1997, pág. 176
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